La buena evolución de la economía vasca no es cuestionable. Se constata en los resultados del Producto Interior Bruto (PIB) en los primeros tres meses de este año, que aceleran el crecimiento incipiente de 2014 (1,4%) y el asentado de 2015 (3,1%) con un aumento del 3,3%, el mejor dato trimestral desde 2008. En base a ellos, Euskadi se puede permitir algo más que cierta dosis de confianza respecto a su capacidad para a medio plazo dar por superada definitivamente la crisis. Sin embargo, conviene matizar esa confianza. Los grandes datos no siempre reflejan de modo fiel la realidad socioeconómica. Tampoco en nuestro país. Y no porque hace apenas unos días los datos de la recaudación fiscal (con una caída del 0,3% hasta abril) recomienden prudencia. No solo, al menos. Al mismo tiempo que Eustat da a conocer ese índice de crecimiento propio de tiempos anteriores a la crisis, Cáritas Euskadi constata en su informe anual de actividad del pasado año una creciente desigualdad y una cronificación de la precariedad que, de no corregirse, podrían amenazar la principal cualidad sobre la que la sociedad vasca fundamenta, entre otras características, su resiliencia en tiempos de dificultades y su capacidad de superación: la cohesión social. La tendencia al alza del desempleo de larga duración y su traducción en bolsas de pobreza, la creciente precarización del trabajo y su reflejo en la inestabilidad económica de numerosas familias y la caída de los niveles de bienestar en la hasta ahora muy mayoritaria clase media dibujan una curva divergente de los datos macroeconómicos que de no corregirse acabará incidiendo en estos y por tanto afectará a esa recta final de la superación de la crisis, retrasándola cuando no impidiéndola. Que el sistema vasco de protección social y especialmente la Renta de Garantía de Ingresos, así como la consistencia de las relaciones familiares y de las redes de solidaridad, hayan permitido y permitan limitar el alcance pero también la visibilidad del problema, por cuanto alivian el extremo del mismo, la exclusión, y palían -o disfrazan- las desigualdades, no significa que ese problema no merezca una atención inmediata que permita transformar el crecimiento en provecho de la realidad de las pequeñas y medianas empresas y las familias que conforman el tejido socioeconómico de nuestros país.
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