Más de cuatro meses después de las elecciones celebradas el 20 de diciembre, la legislatura más breve y más estéril de la reciente democracia española agoniza sin remedio ante la incapacidad de los partidos para alcanzar un acuerdo para la gobernabilidad. Una situación insólita, inédita, que consolida un fracaso colectivo sin paliativos y da paso a unas nuevas elecciones que, si los últimos movimientos no alumbran un novedoso escenario en forma de innovación política o de extraodinaria renuncia de al menos una de las partes implicadas a los principios hasta ahora exhibidos -y ninguna de las dos cosas es probable-, se celebrarán el próximo 26 de junio. En definitiva, seis meses sin Gobierno, a lo que hay que añadir varios más entre las semanas previas al 20-D y las siguientes al 26-J hasta la formación de un nuevo Ejecutivo, si es que en esta ocasión es posible. Porque, según los últimos sondeos publicados y lo que indican el sentido común y la experiencia respecto a la evolución del voto ciudadano en las citas electorales, los resultados que arrojen las urnas dentro de dos meses no diferirán en exceso de la actual composición de las Cortes, con ligeras diferencias que no parecen numéricamente trascendentales y que solo pueden servir para fortalecer o debilitar las posiciones de los partidos con respecto a las que han mantenido hasta ahora y, sobre todo, con un esperable aumento de la abstención fruto de la indignación ciudadana ante la realidad política que se presenta. Quizá por ello que las formaciones, conscientes ya tiempo atrás tanto de la inalterabilidad del escenario como de la trascendencia de los próximos comicios, han puesto en marcha su maquinaria electoral e iniciado ya su particular precampaña. Los primeros mensajes de este periodo preelectoral son, en todo caso, desalentadores, porque están basados en la reiteración de las propias posiciones -precisamente las que han impedido el acuerdo- y la demonización mutua y entrecruzada de las del resto, a quien se culpa directamente del fracaso de las negociaciones. Se trata, en todo caso, de una estrategia que se agota en sí misma, porque la ciudadanía exigirá soluciones y no reproches. Una campaña y unas elecciones en las que Euskadi espera también propuestas y posiciones constructivas en torno a la agenda vasca, una de las cuestiones damnificadas del fracaso y el desencuentro.