el otro día, esta misma semana, tuve que acudir a la nueva y flamante estación de autobuses para informarme de horarios y precios de billetes a cierto lugar que no viene al caso. Aparte de que es prácticamente imposible aparcar en los alrededores, lo cual ya es un hándicap importante para empezar un viaje, me chocó la sensación de suciedad que flotaba en los pasillos y en la cafetería. Miré más detenidamente y vi que no se trataba de papeles o desperdicios, tampoco las paredes aparecían ajadas por el uso o la ausencia de mantenimiento. Era el suelo en sí el que transmitía abandono y dejadez. Un piso barrido, sí, pero plagado de manchurrones, de regueros dejados por los cientos de zapatos y maletas que lo maltratan diariamente. Suciedad que destila abandono, dejadez. La percepción es incómoda porque temes quedarte pegado en cualquier momento con alguno de los chicles que empiezan a fosilizarse sobre las baldosas. Y mejor no fijarte en las esquinas donde la mierda se va acumulando y amenaza con cambiar definitivamente los colores escogidos por el decorador. Supongo que la clave es la ausencia de fregonas, manuales o mecánicas. Pensé con desazón en la primera imagen que captará un visitante de Vitoria. Y cuando sale de ahí es peor, con esa selva circundante...
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