Mi relación con las redes sociales es tangencial, y con Internet, mínima. Carezco de cuenta en Facebook, en Twitter y no tengo foto alguna colgada en Instagram, todas están perfectamente colocadas -verbo más divertido que colgar, sin duda- en álbumes ordenados cronológicamente (el resto de imágenes, familiares o con amistades, ocupan carpetas en discos ópticos, lo cual es una pérdida se mire como se mire, sobre todo porque no se miran). Jamás he realizado una operación de pago en el ordenador, y no tengo intención de realizarla en un futuro cercano: si tengo que comprar algo, voy al establecimiento. Jamás he realizado una gestión bancaria desde el ordenador, y tampoco tengo intención de realizar ninguna en un futuro cercano. Añado sobre esta última cuestión el empeño de una entidad financiera -no diré nombres, una de las cualquieras que abundan por esta ciudad-, la que sigue cobrándome por guardar dinero y realizar las operaciones habituales de comienzos de mes como pagar el alquiler y el agua y la luz y el gas... su empeño, decía, por dejar de verme en la oficina bancaria del barrio y convencerme que lo haga todo desde el ordenador de casa. Empeño inútil. Vivo todo lo desconectado que puedo, porque poco bueno veo en la conexión.