Catalunya regresa a la casilla de salida y está abocada a celebrar nuevas elecciones en marzo, solo seis meses después de la cita con las urnas del 27 de septiembre, tras el rechazo definitivo de la CUP a investir como president a Artur Mas, candidato de Junts pel Sí, la formación que ganó los comicios. La decisión, tomada ayer por el Consejo Político de la formación anticapitalista, pone fin, de manera irresponsable, a tres meses de negociaciones, propuestas, contrapropuestas, cruces de reproches y muchas dosis de tensión en la sociedad catalana, que ve peligrar seriamente el procés soberanista para indisimulada alegría del Gobierno español y de las fuerzas unionistas. Este desenlace, aunque pueda causar desazón e incredulidad en amplios sectores, no es en absoluto una sorpresa. La CUP -una amalgama de partidos y grupos sociales que van desde la extrema izquierda al anarquismo y los antisistema- ya había dicho durante la campaña e incluso tras las elecciones que nunca darían su apoyo a Mas por, según aducían sus dirigentes, sus connivencias con la corrupción. Y, pese a su evidente división interna, ha terminado por imponerse en su seno la tesis más inmovilista y radicalmente contraria al candidato de Junts pel Sí. La decisión es irresponsable porque a los tres meses ya perdidos tras el 27-S -a los que hay que añadir otros dos desde la disolución del Parlament- se suman ahora otros tres hasta las próximas elecciones, más lo que se tarde en formar nuevo gobierno y que éste comience a andar. Es un tiempo a todas luces excesivo sin que las instituciones puedan desarrollar de manera normalizada las políticas económicas, sociales y de todo tipo necesarias para el bienestar presente y futuro de la ciudadanía catalana. Pero la resolución de la CUP también supone un torpedo en la línea de flotación del proceso soberanista, que queda seriamente tocado, tanto en la propia puesta en marcha, dirección y fuerza que debían imprimir las instituciones catalanas implicadas y comprometidas en el mismo como por el necesario impulso por parte de la sociedad civil, que puede verse seriamente afectado. Las nuevas elecciones no benefician a nadie, pero sobre todo perjudican a la ciudadanía a la que la CUP dice defender. El escenario, con todo, queda absolutamente abierto y es ún más incierto. Solo queda apelar a la responsabilidad -ésta sí, más factible- de la ciudadanía de Catalunya.