No me define una bandera. Tampoco un himno. Me alucina, de hecho, el poder que parecen tener en muchas personas más allá de planteamientos ideológicos o posicionamientos políticos. Me deja acojonado que en un partido de fútbol para, en teoría, honrar a unas personas que han sido asesinadas se cante a pleno pulmón una canción que se supone que representa a una nación y que es violencia en estado puro de principio a fin. No caeré en la tentación de llamar trapos a unas y cancioncillas de ascensor a los otros. Tengo más respeto que muchos que defienden ambos sistemas de codificación y generalización. Pero me preocupa esa ceguera que cuando ocurren determinados hechos lleva a muchos a olvidarse de su razonamiento crítico. Tanto como cuando se utilizan banderas e himnos para justificar la eliminación, secuestro o censura de un ser humano. Cuando ocurrieron los atentados del 11 de septiembre en Estados Unidos, varias radios norteamericanas prohibieron la emisión de una canción como Imagine de John Lennon. Y la justificación fue que era el momento de las barras y estrellas y de cantar “Siempre fue nuestro lema: ¡en Dios confiamos!”, frase que me viene al pelo para mencionar a la religión, otra con la que habría que hacérselo mirar.