hay deportistas que se granjean toda nuestra admiración y respeto porque son capaces de lograr objetivos inalcanzables para el resto de los mortales. Ser el campeón de tu pueblo, de tu país o del mundo en algo, lo que sea, constituye un mérito personal que, por extensión, aúpa a tu pueblo o a tu país a la altura de los mejores. Hay incluso deportistas que consiguen que la gente pague por verles, por disfrutarles. Llegados a este punto pasan a otro estadio, dejan de ser personas normales y se convierten en iconos, en modelos a seguir. Y esto supone una responsabilidad añadida que no pueden ni deben eludir si antes han aceptado el dinero que otros se gastan en ellos. Si no están dispuestos a convivir con lo que conlleva la fama de molesto, mejor sería que renunciaran a lo bueno -el dinero y el reconocimiento- y se dedicaran a admirar a otros que sí comprendan que la gente no solo les idolatra por lo bien que patean o lanzan una pelota. Bill Williams, jugador de rugby de Nueva Zelanda, le regaló su medalla de campeón mundial a un niño “porque realmente la apreciará y cuando sea mayor le podrá contar la historia a sus hijos”. Otros muy buenos, los jugadores del Barça, piensan que se lo merecen todo, incluso el derecho de humillar al contrario vencido en plena rueda de prensa.