EL aldabonazo en la conciencia de la sociedad europea provocado por la denominada crisis de los refugiados también se acompaña de la alarma por las dificultades que sus instituciones hacen patentes a la hora de articular una respuesta a la exigencia que esa sociedad les transmite de proceder al asilo y atención de los centenares de miles de personas que se agolpan a sus puertas o transitan ya por sus carreteras. Cierto es que institucionalmente la Unión Europea ha mostrado una actitud mucho más cercana a la protección de los derechos humanos que siempre ha caracterizado a Europa, de la que se constata o intuye, con excepciones notorias, en buena parte de los gobiernos de sus estados miembro, pero no lo es menos que tanto la postura de la Comisión Europea, explicitada hace ya días por su presidente, Jean Claude Juncker, como el apoyo a su plan de reparto aprobado ayer por el Parlamento Europeo con un importante respaldo (372 votos a favor) pero también con preocupantes reticencias (124 en contra y 52 abstenciones) no han servido aún para paliar una crisis humana que se extiende desde hace semanas. El fallido Consejo Europeo del lunes y el hecho de que su presidente, Donald Tusk, se haya visto impelido a convocar una cumbre de jefes de Estado el próximo miércoles no hacen sino certificar que las capacidades de la Unión Europea se relativizan y diluyen en los intereses de los estados que la conforman. Que la actual articulación de la UE, basada en la armonización de las pretensiones de sus miembros que ha caracterizado a los últimos tratados -desde el de Maastricht (1992) al de Niza (2001) e incluso a la nonata Constitución de 2004-, supone una rémora no solo en cuanto a la conformación de una verdadera sociedad europea en la Europa unida que idearon sus primeros impulsores, sino también en cuanto a la efectividad de su gobernanza, imprescindible para la protección de los fundamentos que aquellos asentaron. Pero, además, esas carencias, que ya se habían podido constatar con anterioridad en la articulación de la UE, especialmente tras las últimas ampliaciones, y ya minaban la eficacia de la Unión para sus ciudadanos, conllevan consecuencias dramáticas inmediatas, quizá también otras inimaginables, cuando cuestionan directamente los principios humanitarios y el respeto de derechos esenciales que la propia Europa pretende representar.