Siempre he tenido una bicicleta vieja y fea. Poco después de establecerme en Gasteiz, compré una en esa tienda de segunda mano que está, o estaba, en la plaza donde se levanta Artium, un enorme establecimiento que albergaba, entre mil enseres, un confesionario y un crucifijo gigantesco. Costó una mierda, pero sigue funcionando quince años después. Ahora la utiliza el menor de mis hijos. La lleva a la universidad a diario. Yo me he quedado con la de mi pareja, una bici rosácea y fea también, con cestito en el manillar y un poco torcida en general, chueca que diría el colega Tiko. No sé ustedes, pero considero que es la mejor manera de conservarla. Nunca me han robado la bici, ni la vieja y fea del comienzo que heredó el menor -tampoco se la han robado a él, feliz que monta- ni la que ahora utilizo transmutado en algo así como Jorge/Jorgina de Los Cinco. Sin embargo, les confieso que sí he sido objeto de un hurto: me robaron la bolsa de plástico con que cubro el asiento tras candar la bici en días nublados. Y me la quitaron en un día despejado. La dejé en el cestillo y, cuando salí del trabajo, ya no había bolsa. No es importante, lo sé, pero no alcanzo a comprenderlo. ¿Quién quiere una bolsa tan ajada y descolorida como la bici? ¿Para qué? Quizás mejor no descubrirlo.
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