contaba la semana pasada en este mismo espacio el soponcio que se llevaría un imaginario vitoriano que, al regresar a su ciudad después de años de ausencia y acudiera a los Guridi de la calle San Prudencio, se encontrara de bruces con un mundano y vulgar supermercado BM en lugar de las míticas salas de cine. Y un lector y querido colega que lo leyó me enviaba poco después la fotografía de una nave que otrora albergara una vieja rotativa en el barrio bilbaíno de Bolueta -que siendo yo joven me llegó a manchar las manos de tinta- en la que ahora se levanta otro bonito supermercado. “Otra metáfora de otra derrota”, apostillaba. La derrota de la magia de la gran pantalla de cine en el centro de la ciudad, unida al romanticismo periodístico de la rotativa. De la misma manera que el e-book combate los libros cuidadosamente alineados en las estanterías -cuyos lomos se acarician y cuyas páginas de papel se palpan y hasta huelen- o que la era digital banaliza los contactos en blanco y negro de Cartier-Bresson. Todos los damnificados tienen en común el delito de contar historias. También la legendaria Biblioteca de Alejandría se destruyó varias veces en 23 siglos, aunque ahora en lugar de llamas de fanáticos religiosos sean centros comerciales, pero sigue abierta.
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