aveces hay que dejar a Rousseau de lado y reconocer que algunos hábitos cívicos los aprendemos a golpe de sanción. Resulta llamativa la rapidez con la que nos hemos habituado a conducir sin derrapar en las curvas -ir sólo a 120 era casi temerario- a velocidades que eran normales en autovías y autopistas antes de entrar en vigor del carné por puntos, hace ahora nueve años. Y es que los conductores de coches de alta gama y grandes cilindradas -gente de alto nivel adquisitivo o chalados fitipaldis- compraban el derecho a conducir a la velocidad que les viniera en gana. Bastaba con pagar multas que eran calderilla para según qué bolsillos. O a veces ni eso si se traspapelaban, sorteaban la vía ejecutiva o las diluían valiéndose de recursos en recovecos administrativos. Los puntos han contribuído a democratizar de alguna manera la carretera, puesto que las sanciones ya no son sólo cuestión de dinero y cualquiera se puede quedar sin carné. Sin embargo, algunas de esas actitudes de competición, agresividad o prepotencia tan clásicas en los mister Hyde que se transforman al volante son más difíciles de borrar. Siempre habrá quien piense que esto de los códigos no va con ellos porque están por encima de esas menudencias comunes a los mortales.