los episodios de inmigrantes muertos, heridos, devueltos en caliente y, en general, despreciados como si fueran hormigas a las que se pisotean en un día de campo para que no molesten se suceden sin que nos escandalicemos ni mucho ni poco. Han tenido que morir más de mil personas en menos de una semana para que las autoridades europeas recuerden que hay vida más allá de sus fronteras. La tragedia es que solo les (nos) preocupa lo que les pase a los negros en la medida que nos afecta a nosotros. Y así llevamos siglos refocilándonos en nuestras crisis y en si se enciende la luz o sale agua del grifo y mirando para otro lado ante los abusos, las guerras, las hambrunas, las sequías o las inundaciones que padecen constantemente los africanos en particular o, por extensión, cualquier otro habitante nacido más allá del primer mundo. Nos la pela y, es más, en el fondo concluimos que esas diferencias nos convienen porque así podremos esquilmarles, bien robándoles directamente o, si no, apelando a la globalización de la economía para trasladar nuestras empresas allá donde abunde la mano de obra barata. Es la evolución de la esclavitud. El otro día, una periodista replicaba a Maroto que las ayudas no deben ser para los que se las merecen, como dice él, sino para los que las necesitan. Pues eso.
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