inquieta un poco que a edad aún efervescente uno empiece a olvidar lo que hizo el otro día o dónde aparcó el coche por la mañana y, sin embargo, recuerde fotografías con gran lujo de detalle sobre estampas de juventud asociadas a vivencias personales o ciertas atmósferas, que diría Marcel Proust. La terminal de autobuses de Vitoria está en mis reminiscencias vinculada inevitablemente a aquellos ventanucos de madera de las taquillas que había en el interior de la vieja estación de la antigua plaza del ganado, con su portal neoclásico de fachada y sus grises andenes en el patio trasero. Eran paradas de mochila y cigarro. A mediados de los 90 -todavía veinteañero- hice luego de la provisional estación de Los Herrán casi el apeadero del piso de alquiler donde viví también de tránsito en la calle José Mardones, asociado a los madrugones para coger un autobús como primer punto de partida hacia destinos perdidos. Hoy se viste de largo la grandiosa estación de la plaza de Euskaltzaindia, donde las autoridades cortarán la cinta con solemnidad, 20 millones de inversión, andenes subterráneos y todo. Pero entre tantos y tan grandes paneles de cristal, alguien debiera rendir tributo a aquellos ventanucos de madera de la calle Francia, símbolo de nuestra memoria proustiana.