la decisión de la ejecutiva federal del PSOE de suspender de actividad a la dirección de la federación madrileña que encabeza Tomás Gómez y designar una gestora liderada por Rafael Simancas -quien dimitió en 2007 tras un rotundo fracaso electoral y su incapacidad para frenar el tamayazo que le dio el gobierno a Esperanza Aguirre- no es en absoluto ajena a la debilidad del secretario general Pedro Sánchez, a la presión de los poderes fácticos y mediáticos que le tratan de imponer una gran coalición con el PP y al cainismo instalado en las filas socialistas conforme se ha hecho más evidente la renuncia a sus principios ideológicos y éticos. No en vano, que la ejecutiva federal de Sánchez -al que el propio Gómez respaldó en las primarias frente a Eduardo Madina- haya razonado su decisión muy genéricamente en los “procedimientos judiciales” y el “descrédito” que afectan a los socialistas madrileños, y haya aniquilado a cien días de las elecciones autonómicas y municipales las candidaturas elegidas por las bases elimina sus ya muy remotas posibilidades cuando las encuestas les situaban como tercera fuerza en Madrid. Que Tomás Gómez haya dado un paso al frente para resistirse a su defenestración por Pedro Sánchez no hace sino incidir en esa implosión socialista, incapaces las estructuras del partido de resistir la presión a que las somete una fuerza emergente como Podemos y los constantes ataques del PP. El panorama y sus consecuencias son evidentes. Dividida definitivamente la otrora poderosa federación madrileña, diezmado el socialismo catalán por el cepillado al Estatut y el rechazo a la consulta o en franco retroceso en Euskadi tras gobernar con el PP, el PSOE sólo puede aferrarse a Andalucía, donde el liderazgo de Susana Díaz cuestiona de modo permanente a Sánchez. Si a ello se añade la profunda contrariedad interna por el giro de última hora hacia los pactos con el Gobierno de Mariano Rajoy y se conjuga con el creciente desprestigio social de líderes y modos de hacer, la decisión con la que Sánchez ha pretendido contener la descomposición y aparentar un acto ejemplarizante ante un presunto caso de corrupción -poniendo el listón muy alto si quiere mirar a Andalucía, con decenas de imputados- sólo contribuirá a azuzar una guerra que le deriva inevitablemente a la decadencia política en el conjunto del Estado.