no pasaba con frecuencia y eso lo hacía más emocionante. Algunos fines de semana invernales me dejaban de pequeño en casa Matxe con mis abuelos -en un pueblo de apenas treinta habitantes perdido en las faldas del Pirineo navarro y donde moría la pista asfaltada que subía hasta el alto- y en contadas ocasiones, cuando tenían que volver a buscarnos el domingo para ir al día siguiente a la ikas, nos quedábamos incomunicados por una gran nevada. Teníamos entonces que esperar un día o hasta dos, jugando con mis primas entre los pasadizos de nieve que abrían para poder atravesar las calles y oyendo los aullidos de los lobos por las noches con un ladrillo caliente bajo las sábanas, hasta que lamentablemente pasaba el quitanieves por el puerto. Asocio la nieve, entre otras cosas, a ese aislamiento que se convertía en toda una aventura. Parece que hoy el alcalde se la vuelve a jugar. Casi seguro que las calles de Vitoria volverán a ser un caos, irremediablemente habrá vecinos que se quejarán porque no limpien inmediatamente en lacceso a su portal y hay quien llegará tarde al trabajo o al colegio. No discutiré los engorros que conlleva la nieve ni que sean éstos días propicios para los clásicos jeremías de Vitoria. Pero déjenme reinvidicar en este rincón la pequeña aventura que encierran las nevadas.
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