son ya 48 (o 50 si se confirma el execrable crimen de ayer en Abadiño) las mujeres que han muerto este año a manos de hombres que las creían suyas. Son muchas, demasiadas. Y desgraciadamente habrá más. Números propios de un país retrasado, incapaz de proteger a las mujeres. Inaceptable. No son accidentes, tampoco anécdotas, sino síntomas de una sociedad enferma que no acaba de curarse. Se nos llena la boca con nuestra avanzada civilización pero somos incapaces de inculcar a nuestros niños y niñas los valores más elementales de respeto, igualdad y justicia. No ayudan mucho tampoco esas argucias judiciales que apelan al rol florero de las mujeres ante sus maridos para declararlas tontas y sumisas, y por tanto inocentes. Pero sí habría que incidir en la educación, el baremo de valores absolutamente desenfocado que nos lleva a mirar hacia otro lado cuando hay maltrato, bien por egoísmo o, aún peor, por nuestra obsesión de mantener las malditas apariencias de normalidad. Algunos les acusan de cobardes por no denunciar, por no plantarse antes de la segunda bofetada. Pero echarle la culpa de los abusos a las víctimas es miserable. El sistema debe armarse de herramientas y medios para cambiar las cosas. Educación y prevención para empezar.