Lo reconozco -cosas de los horarios del periodismo escrito-, en mi vida he hecho lo del pintxo-pote, ya sea en su versión de jueves o en la de viernes, en unos barrios o en otros. Bueno, miento. Una vez pasó, pero no a propósito. Una víspera de Reyes que coincidía con jueves y que un servidor estaba por la calle a buena hora, ya que tenía la cena republicana de todos los años con los amigos y amigas, entramos en un local de la calle Zapatería y nos dieron con el vino un trozo de roscón. Con un par. Y estaba rico, la verdad, aunque la combinación era un tanto bizarra. Pero más allá de ese instante anecdótico, no me da la vida. De todas formas, de esta fórmula ya veterana y copiada en otras ciudades he hablado con hosteleros y camareros de todo tipo y condición en la habitual degustación mañanera del cortado y la verdad es que siempre me ha asombrado que incluso los que están a favor del pintxo-pote le buscan pegas al tema y los que están en contra, siempre tienen algo bueno que decir. Sin embargo, qué quieren que les diga, será cuestión de haber nacido en la Kutxi a finales de los 70, a mí me da igual juntarme con unos o con otros con la excusa X o Y. Lo importante, haya pintxo, zurito, vino o zumito de piña de por medio, es estar, compartir, charlar.
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