Apunto de cumplirse 36 años de la aprobación de la Constitución de 1978, surgida tras la etapa de la dictadura franquista, los partidos políticos españoles parecen haber tomado conciencia, al fin, de la necesidad de una profunda renovación de todas las estructuras del Estado con el fin de regenerar la precaria democracia surgida tras el pacto de la transición, ahora tan en cuestión. Obligada, eso sí, por la fuerza y el carácter netamente democrático de las demandas que durante décadas llevan reclamando tanto Euskadi como Catalunya, ahogados y avergonzados por la corrupción e incapaces de ofrecer salidas a la crisis, una parte importante de la política española se aviene, al menos en teoría, a repensar el sistema surgido hace ya casi cuarenta años. “España sufre la mayor crisis institucional desde la instauración de la democracia. Lo reflejan las encuestas, lo expresan los medios de opinión, lo vive y comenta la ciudadanía española”. El diagnóstico, pese a ser superficial, es certero y da comienzo a la denominada Declaración de Zaragoza aprobada ayer por el Consejo de Política Federal del PSOE, un documento que pretende poner las bases de un nuevo “pacto ciudadano” que incluye la reforma de la Constitución. Eso sí, “sin rupturas”. El matiz subrayado por el secretario general de los socialistas, Pedro Sánchez, era obligado al producirse solo un día después del alegato de Pablo Iglesias, que proclamaba el sábado un “proceso constituyente para abrir el candado del 78”. Reforma o ruptura, la dicotomía regresa, con menor dramatismo, al panorama político. El problema, a día de hoy, es que ni el PSOE ni Podemos han concretado aún sus propuestas. Los socialistas llevan dos años a vueltas con su autodenominado proyecto federal, pero han sido incapaces de plantearlo, a buen seguro debido a que no saben aún muy bien en qué consiste y al vértigo que sienten muchos de los dirigentes y barones socialistas ante este salto y el daño electoral que pueda acarrearles. Desde Euskadi -y a buen seguro también desde Catalunya- se asiste a esta ceremonia de la confusión con una mezcla de indiferencia, escepticismo y temor a que una segunda transición, con las posiciones recentralizadoras imperantes y el bajo nivel de la democracia española, pueda ser un importante paso atrás en sus aspiraciones de mayor autogobierno y de encaje en el Estado.