A mí esto del perdón siempre me había parecido que tenía una dimensión religiosa en el sentido más excelso del concepto, de culpa y expiación, de arrepentimiento, libertad, empatía, generosidad... y propósito de enmienda. Luego he venido compartiendo la teoría de uno que sabe algo más que yo de esto de la vida, de que mejor intentar hacer las cosas bien y no tener que pedir perdón porque, una vez hechas mal, lo del perdón suele sonar a poco. Esto lo explicaron mejor que yo Woody Allen -“lo que más odio es que me pidan perdón antes de pisarme”- o William Shakespeare: “Nada envalentona tanto al pecador como el perdón”. Aquí vino el emérito Juan Carlos I y se marcó, muleta en ristre, aquello de “lo siento, me equivocado, no volverá a ocurrir”, y francamente, el perdón quedó devaluado en la vida pública de este magno amasijo peninsular a categoría klinex, usar y tirar. Y conste que realmente pienso que pedir perdón puede ser un acto de inmensa dignidad y valentía, que puede resultar realmente difícil y, por tanto, digno de elogio. El problema es cuando el peticionario ha estirado tanto de la cuerda que la ha roto y tiene la credibilidad hecha trocitos exactamente debajo del elefante de turno. Algo así pasa con las disculpas de Mariano Rajoy. Que sirven de muy poco porque nadie se las cree.
- Multimedia
- Servicios
- Participación