sienten con pasión los colores, se divierten y se dejan la piel en cada partido, se autoimponen una férrea disciplina, son amigos y se arropan dentro y fuera de campo, tienen a sus espaldas un incondicional entorno social y el deporte no es un negocio, sino expresión del arraigo a la tierra en la que se criaron o que les acogió. Esto pasa con los chavales del deporte base, de clubes que son una familia o de equipos profesionales humildes, acostumbrados a pelear. No así en el Baskonia. Ya no. En las últimas dos décadas, el club de Josean Querejeta ha alimentado una burbuja que le ha dado notables triunfos, le ha introducido en las élites de negocios e influencias y le ha rodeado de luces de neón. Pero se empieza a desinflar. El Buesa Arena ya no es el vibrante fortín de la familia baskonista, los jugadores están más pendientes de dónde les colocarán sus agentes que de la cancha que pisan y “se está perdiendo el verdadero compromiso de mantener un estilo de juego, conservar un grupo y apostar por una serie de jugadores”, como apunta el columnista de DNA Josu Larreategi. Quizás esa directiva que luce un merecido e indiscutible balance de éxitos, rodeada de ínfulas y cierta soberbia, tenga que demostrar que también sabe echarse a un lado y dejar paso a un nuevo tiempo... en busca del carácter perdido.