Confieso que he pecado: me han obligado a adquirir un telefonino con guachap. Y he pecado porque podría haberme negado y no lo he hecho: ¡ay!, cuánta debilidad. He militado durante meses en la felicidad de un aparato que sólo servía para llamar y ser llamado, y como mucho enviar y recibir mensajes. Adiós, tranquilidad. Hasta siempre, soledad tecnológica. Aquí estoy, en el terremoto de esa infernal y gratuita aplicación, intentando comprender esta nueva costumbre en las relaciones entre personas. La obligación ha llegado desde el núcleo familiar: o te pillas un aparato con el que podamos compartir nuestras inquietudes sin pagar un céntimo, amenazaron impasibles, o te quedas fuera de juego. Me faltó esto, una nada, para permanecer al margen del guachamundo. Al final aquí lo tengo, sobre la mesa, metido en una funda roja, muy roja. No logro escribir con acierto en el teclado que aparece en la parte inferior de la pantalla; mis dedos no están hechos para pulsar espacios tan pequeños, lo cual me parece un sinsentido dado el tamaño del telefonino; de hecho, es ya es un sinsentido llamarlo telefonino cuando a duras penas cabe en el bolsillo del pantalón. Me dicen los colegas que ponga una foto para el guachapeo. No pienso hacerlo... No sé hacerlo.
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