ha estado rulando durante los últimos tres meses por los mentideros y en los propios círculos cortesanos de Madrid el convencimiento de que la inminente abdicación del rey Juan Carlos de Borbón había comenzado a pergeñarse el 7 de enero, justo al día siguiente de que el deteriorado estado físico del monarca y su notorio tambaleo volvieran a simbolizar en la solemne Pascua Militar que su figura era ya insostenible como la más alta instancia del Estado y que la Corona debía proceder a un relevo controlado, precisamente para evitar su desmoronamiento. La coreada abdicación se consumó finalmente ayer, pero el desgaste de la salud de un fatigado rey y sus deseos de dejar paso "a una generación más joven con nuevas energías" -el argumento de falso buenismo que maquilló su discurso- no ha sido, ni mucho menos, el único factor que ha determinado la operación urdida en la Zarzuela, ni siquiera el más importante. La renuncia llega en el peor momento de popularidad del rey, tras un progresivo proceso de descrédito social de la Monarquía y en un contexto de crisis institucional del Estado español. La abdicación de Juan Carlos resulta irremediablemente indisoluble del caso Nóos que ha puesto a su hija Cristina al borde del banquillo de los acusados, del grotesco espectáculo de la cacería de elefantes en Botsuana, de las influencias cortesanas de Corinna, del exilio interior de la reina Sofía o, más recientemente, de las sombras de los fantasmas del 23-F que volvían a planear sobre palacio. Y la puntilla ha sido el creciente malestar social que ha puesto en jaque al establishment del turnismo bipartidista, con un desapego sin precedentes hacia las instituciones del Estado y una efervescencia de las izquierdas alternativas que podría llegar a asemejarse a los prolegómenos que forzaron el viaje de Alfonso XIII. De hecho, las calles de numerosas ciudades -incluida la Plaza de la Virgen Blanca de la tranquila Vitoria- se inundaron ayer de miles de personas enarbolando banderas de la tricolor republicana. Pese a los intentos de los poderes fácticos de apuntalar la Corona, si el sucesor Felipe VI no asume la obligación democrática de someter su entronización a la voluntad popular y a la Casa Real a una auditoría creíble puede encontrarse con un cuestionamiento aún mayor de la Monarquía.