la llegada a Euskadi de la magistrada del Juzgado Nacional de Buenos Aires María Servini de Cubría, encargada de la querella presentada en Argentina por crímenes de lesa humanidad y genocidio cometidos por la dictadura franquista entre 1936 y 1977 -a la que está adherida la causa del 3 de Marzo-, supone algo más que la ya relevante recopilación de información o la práctica de determinadas diligencias. La presencia de la jueza argentina -ayer mismo se entrevistó en Vitoria con la presidenta del Parlamento Vasco, Bakartxo Tejeria, y visitó al anarquista vasco Félix Padín, preso en el campo de concentración de Miranda de Ebro, aunque un retraso burocrático le impidió recoger su testimonio oficial- visibiliza la necesidad de una intervención internacional que al menos contribuya a paliar la desidia del Estado respecto al reconocimiento y reparación de la brutal represión franquista, cuando no su ocultamiento. Prueba evidente son el auto de hace seis años por el que el juez Baltasar Garzón atribuyó a Franco y a casi medio centenar de jefes de su golpe de Estado la paternidad del exterminio sistemático de sus oponentes políticos y, apenas un mes después, la posterior inhibición del propio magistrado dando por extinguida la responsabilidad penal de los masivos crímenes que él mismo había contabilizado en al menos 114.266 desaparecidos, curiosamente sin incluir la represión en Euskadi. O, más reciente, la decisión del fiscal jefe de la Audiencia Nacional, Pedro Martínez Torrijos, de no apoyar la solicitud de extradición -firmada por la propia Servini- de los policías Jesús Muñecas Aguilar y Juan Antonio González Pacheco, Billy el Niño, acusados crímenes de lesa humanidad y reconocidos torturadores. Estos y otros casos -alguno de ellos interesando a ministros de la transición- estarían entre los objetos de investigación de la jueza argentina, pero en cualquier caso constatan el incumplimiento por parte de los gobiernos españoles de la Ley de Memoria Histórica, así como de los elementales principios de moralidad democrática que exigen, también desde las leyes internacionales, la reparación en lo posible de las vulneraciones de Derechos Humanos. Y esto proyecta serios interrogantes sobre la calidad democrática del Estado, así como deslegitima ciertas exigencias de otros actos de contricción igualmente imprescindibles.
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