narra el libro del Levítico cómo el antiguo pueblo de Israel seleccionaba dos chivos, uno de los cuales -elegido al azar- era sacrificado en el altar y ofrecido a Yaveh, mientras el otro era cargado con todas las culpas del pueblo judío y condenado a vagar por el desierto, liberando así a los pecadores de su responsabilidad. Era el famoso chivo expiatorio. El Deportivo Alavés, equipo bregador donde los haya que ha aprendido a hacer una épica de la derrota, después de que en su última resurrección la deidad le hubiera prometido la tierra de la gloria, anda otra vez cargado de pecados en su triste éxodo hacia la Segunda B, un purgatorio del que no sabe cuándo saldrá. Y en este ritual, el primer chivo sacrificado fue Natxo González, luego Juan Carlos Mandiá y así anda ahora errático por el desierto el pobre Alberto López cargando con todas las culpas de la directiva. Y este chivo parece expiar los pecados de no haber formado un equipo con ambición, de haber fichado a retazos, de haber desdeñado a la cantera, de haber querido hacer del club una operación especulativa -a costa de las arcas públicas y ahora ofrecido en venta- o, en definitiva, de no haber gestionado con empatía y cariño la ilusión, ese intangible que va más allá de los negocios. Y la familia albiazul vuelve a ser un pueblo levítico errante.
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