la carrera superior era de cinco años. En cada Universidad había varias facultades y uno se podía matricular más o menos en la que quisiera, dependiendo del COU que hubiera hecho -ciencias o letras- y de la calificación de la selectividad, aunque luego descubrimos que eso de la nota era un mito. Lo que sí influía mucho a la hora de elegir era saber qué carreras tenían más salidas, aunque luego veremos que eso también era otro mito. Al final, así como en la democracia liberal prima el principio de un ciudadano, un voto, aquí se regía todo por el dogma de fe de una carrera, un trabajo. Luego venía lo de la boda, el piso, las letras para todo, la prole, la segunda residencia, la partida en el txoko y demás. Pero eso ya es otra historia. Vale, bien. Pues todo eso se acabó y va siendo hora de que se lo contemos a nuestros hijos. Ya no hay carreras ni facultades como tales, sino que cada uno, picoteando aquí y allá como si se tratara de un mecano, se construye su propio curriculum académico como mejor le parezca o pueda. Y este recorrido formativo tendrá luego poco o nada que ver con la trayectoria profesional, porque uno se las apañará como mejor le parezca o pueda en función de las circunstancias en las que se meta. Y lo de las salidas, olvídense. Que los chavales estudien lo que les dé la gana. Eso sí, que se formen luego en capacidad de adaptación, espíritu crítico, autonomía personal, habilidades sociales, iniciativa, corresponsabilidad, creatividad y -sí, ¿por qué no?- en humanidades y filosofía. Para el resto, no se preocupen, ya se buscarán la vida ellos.
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