HACE ya unos meses colgué con chinchetas en la habitación donde estudia mi hijo mayor una hoja con el aserto de un filósofo: "Nunca discutas con un idiota, la gente podría no notar la diferencia". Olvidemos la acepción médica, que alude al trastorno caracterizado por una deficiencia muy profunda de las facultades mentales, congénita o adquirida en las primeras edades de la vida, y quedémonos con las demás. La segunda dice así: "Engreído sin fundamento para ello", y añade el diccionario que puede utilizarse como sustantivo. ¿Cuántas personas que conocen o les rodean, en cualquier ámbito, se creen más de lo que son o presumen de ser capaces de saber más que los demás y en realidad son unos botarates ineficaces? Abundan, ¿no es cierto? Pues no discutan con ellos, porque son idiotas. La tercera acepción es la siguiente: "Tonto, corto de entendimiento". En realidad es una consecuencia de la anterior, porque quien se cree más que los demás saca a relucir su estulticia y su incapacidad de comprender cualquier lenguaje y de empatizar con las personas: de relacionarse, en suma. Tampoco pierdan el tiempo discutiendo con ellos, porque son idiotas. La última acepción, ya caída en desuso: "Que carece de toda instrucción". No es responsabilidad de quien la sufre, la falta de instrucción digo, así que no tengo nada que añadir, salvo recordarles que no discutan con idiotas porque además de que la gente pueda no notar la diferencia, creo que es contagiosa, la idiotez.