no sabemos cómo nos llamamos, ni quiénes o cuántos somos y tampoco si nuestros vecinos son amigos o enemigos. Y encima somos un país pequeño que no se ve en el mapa, aunque se nos conozca por el vino y nuestros afamados cocineros. A vueltas entre Euskadi, País Vasco, Euskal Herria, Vasconia, CAV, Pays Basque, Gran Reino de Navarra o marca Basque Country, nos recreamos en la fundación del nominalismo vasco, cuestionando permanente nuestro bautismo. Y a la pregunta de Zenbat gera? que se hiciera Benito Lertxundi -lau, bat, hiru, bost, zazpi- tampoco sabríamos responder con certeza entre el laurak o el zazpiak bat, el tres estatutario, el seis con ambas navarras unificadas o incluso la división en dos que hiciera aita Barandiaran según las vertientes atlántica o mediterránea. Y si es un clásico en Europa -desde el imperio romano hasta la guerra fría- que un país se debata eternamente entre si quien atisba al otro lado de sus fronteras es amigo o enemigo, nosotros somos también originales en eso, pues además, abonados al cainismo y a veces a tiros, nos hacemos esa misma pregunta de puertas adentro entre agramonteses y beaumonteses, oñacinos y gamboinos, carlistas y liberales, nacionalistas y socialistas, abertzales o hispanovascos, y sin entrar en las ricas y seculares discordias locales o territoriales, con el complejo alavés en discordia con antagonías tan identitarias como el agua, la ETB o el Athletic. Al final, lo único que parece unirnos es, efectivamente, el vino -¿Rioja o txakoli?- y la cocina.