cuando la crisis de los años 70 llegó al sector de electrodomésticos, casi todas las empresas y marcas españolas de referencia desaparecieron o fueron absorbidas por otras multinacionales. En este contexto, Fagor representó una excepción, pues salió reforzada como primer grupo de producción, capaz incluso de absorber algunas de las sociedades en quiebra.
Que Fagor fuera una cooperativa, con unos costes de dirección más reducidos que las empresas capitalistas, reforzó la convicción de que su modelo tiene fortalezas que van mucho más allá de la dimensión social de la propiedad, siendo particularmente mimadas en las políticas públicas vascas. Fagor personificaba la vocación industrial de Euskadi -en un contexto de desindustrialización acelerada en España- pero se convirtió también en parte fundamental de la recreación mística de una sociedad que se estaba inventando a sí misma, encarnando los valores del espíritu emprendedor, colaborativo, ascético que supuestamente caracterizaban al hombre vasco.
En 2006, Fagor contaba con una plantilla local superior a la de todos los demás fabricantes y comercializadores de electrodomésticos de gama blanca juntos, aunque sus ventas sólo eran un tercio del total. Un grave problema de productividad que durante años se disimuló en la cuenta de resultados a base de subvenciones y contabilidad cooperativa, que no es la contabilidad creativa pero se le puede parecer bastante.
Cuando el empleo se reduce y los salarios bajan, las industrias que fabrican bienes de consumo de masas sufren un impacto más profundo que el resto. Si en 2006 se vendieron en España más de dos millones de lavadoras y otros tantos frigoríficos, en los años del ajuste las ventas de electrodomésticos se han reducido entre un tercio y la mitad. Y las reducciones de plantilla -solo en 2012 el grupo Fagor se desprendió de uno de cada cinco trabajadores- se han demostrado insuficientes para capear la situación.
Atrapados en el milagro de la expansión en los años en que todo se pagaba a crédito, también Fagor entró en un proceso de acelerado endeudamiento para expandir su negocio y obtener economías de escala, comprando cuando los precios y la demanda eran altos. Para cuando tocaba pagar el milagro se tornó en espejismo, la demanda cayó, las empresas se descapitalizaron y Fagor entró a formar parte de ese entramado de grandes empresas que acumulan unos pasivos financieros netos por valor de más de 1,3 billones de euros, el verdadero lastre de la economía española.
Además de la reducción coyuntural del mercado de bienes de consumo, la crisis está siendo aprovechada para realizar un nuevo proceso de acumulación de capital en los países desarrollados mediante un crecimiento acelerado de los beneficios a costa de los salarios.
Los electrodomésticos tienen una dimensión simbólica muy acentuada, pues representan el triunfo de la sociedad de consumo de masas, de la electricidad y el agua corriente, del hogar como espacio de realización del bienestar familiar. La radio, y después la televisión, la lavadora y el lavavajillas son, en mayor medida que el automóvil o las vacaciones, la constatación de que la gran mayoría de la población participa de las promesas de progreso de un mercado en constante expansión al que se sacrifica el tiempo y la energía de toda la sociedad. La desaparición en el nuevo orden social de la seguridad del empleo y del consumo es el síntoma del debilitamiento agónico de las denominadas clases medias, esa combinación de trabajadores manuales e intelectuales, asalariados o autónomos, sobre cuya capacidad de producción y consumo se construyó la sociedad del bienestar y el sistema de transferencias sociales.
Por eso, la crisis de Fagor no es comparable a otras empresas fabricantes de bienes de consumo también en crisis, pero cuyo capital simbólico es mucho más reducido. La crisis de Fagor es mucho más que la crisis de una empresa, una de tantas a las que nos ha abocado el estallido de la burbuja del crédito y los errores de gestión política de la misma. La crisis del mayor fabricante en España de lavadoras y lavavajillas hace más visible el final de época que estamos viviendo. Si el desempleo masivo actuó como despertador del sueño del bienestar para todos que prometía el capitalismo occidental desarrollado, el hundimiento de la fábrica de electrodomésticos cooperativa amenaza la seguridad que teníamos en Euskadi de contar con mimbres suficientes para gestionar la realidad a nuestra medida.
Y por ello es también una llamada de atención a las políticas públicas. Hasta ahora, el hecho diferencial vasco se caracterizaba, entre otras cosas, por disponer de una política industrial que con errores (bienes de equipo) y aciertos (máquina herramienta), ayudó a mantener una actividad que es la base productiva de toda la economía y sitúa a Euskadi entre las regiones más industrializadas de Europa. Pero por la ubicación geográfica y social del país, la nueva situación internacional exige no sólo recursos, sino también resultados. En particular, un cambio de la estructura industrial hacia actividades de mayor valor añadido y mejor segmentadas hacia nichos de mercado con poder adquisitivo. A pesar de que el gasto en I+D+i es una pieza esencial, la industria vasca no ha sido capaz de realizar ese salto productivo. Fagor se quedó estancada en un segmento de mercado medio y una gama de productos en la que otros competidores con costes similares han sido mucho más innovadores.
La crisis de Fagor es un momento crítico también para las políticas públicas, que para ser eficaces requieren un nuevo pensamiento económico y social que se concrete en nuevas políticas de fomento. Lo que está por ver es que el discurso del ajuste y tente tieso vaya a permitir que ese pensamiento emerja.