HAY cosas a las que todo ser humano debería tener acceso una vez en la vida. Por ejemplo, escuchar el sonido que hace el hielo en el glaciar Perito Moreno, envolverse del Réquiem de Mozart en una iglesia o sentirse pequeño al contemplar la Capilla Sixtina. En la mayoría de los casos, se agradecería sobremanera hacerlo con cierto recogimiento, sin hordas bárbaras que se han tragado un altavoz y avanzan armadas de artilugios digitales. La perfección no existe, decía un profesor que tuve. El cadáver de Miguel Ángel aún estaba caliente cuando el Papa de turno ordenó tunear sus pinturas del Juicio Final con unos cuantos castos accesorios que taparan las vergüenzas de los protagonistas. Corría el siglo XVI. La ONU ha decidido cubrir un relieve inspirado en La Creación de Adán que preside su Sala del Consejo en Ginebra para evitar "chocar" a la delegación de Irán llegada a negociar sobre el control nuclear. Recuerdo un capítulo de Los Simpson, en el que llega a Springfield una exposición cuya obra estrella es el David de Miguel Ángel. La ciudad, en plena ola moralizadora contra el contenido violento de los dibujos animados, arremete de paso contra la escultura por su impúdica exhibición de la anatomía masculina. Marge, impulsora de la plataforma antiviolencia, en el debate entre arte y moralidad se acaba inclinando por el primero. El capítulo acaba con Marge y Homer contemplando la escultura. A veces, la impudicia -en Ginebra, en Springfield, en el Vaticano del XVI - está en el que mira y no en lo que se ve.
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