LA Vía Catalana mostró la fortaleza del músculo social independentista. El catalanismo ha abandonado su pretensión tradicional de regenerar la España reacia a la diversidad. A una autonomía tutelada, su reforma recortada y un marcaje centralista constante a sus expresiones culturales, hay que añadir la caída en barrena de la economía privada y las finanzas públicas catalanas, que han impulsado la gran reacción social catalana.

Esta reacción, al organizarse como fuerza independentista en un poderoso movimiento, puede interpretarse como resurgimiento de la conciencia nacional del pueblo catalán. Es normal que esta imagen del pueblo en marcha, avanzando resuelto en una dirección asumida por grandes masas, seduzca a otros nacionalismos vecinos. Especialmente al vasco, teniendo en cuenta que durante décadas los barómetros sociológicos hechos en Euskadi han revelado una conciencia independentista más importante y significativa que la que se concluía de las mediciones de opinión pública en Catalunya.

Podríamos acercarnos al hervidero catalán desde diferentes puntos de vista. Así, resaltaríamos la determinación nacional, puesta repetidamente de manifiesto en los últimos meses. Pero veríamos también que en la respuesta del españolismo político, aunque puedan observarse matices entre las distintas fuerzas, predominan la misma uniformidad y alergia de siempre ante la diversidad cultural y política. De abordar más al detalle los efectos sociales y políticos del choque de soberanismos opuestos en el interior de la sociedad catalana, advertiríamos un desplazamiento de las líneas de enfrentamiento entre catalanes, producto de un nuevo eje de polaridad que comienza a aparecer con el nuevo escenario. Desde este punto, podría ser muy interesante el examen de los cambios que ya se están operando en el ámbito de la sociología electoral de Catalunya.

Me gustaría, sin embargo, poner el acento en la fragilidad político-institucional frente a la fortaleza con la que se ve desplegar a las masas sociales en Catalunya. Hay una enorme crisis de confianza en las instituciones, en los representantes públicos y en los partidos políticos. Por una parte, con el embate de esta crisis económica, el poder catalán se muestra incompetente y sin margen de maniobra financiero, más sometido que nunca al Estado. Por otro lado, el sistema político catalán ha terminado al borde de la descomposición tras caer en el despilfarro y un liderazgo a la deriva, sin estrategia e incapaz de representar genuinamente el pulso de la sociedad política.

La oposición entre régimen político-institucional y la sociedad camina muy pareja en tanto en Catalunya como en España. Hay, de todas formas, diferencias importantes. En España, el régimen institucional permanece intacto, sin ser influido significativamente por los movimientos de calle. Las actividades que protagonizan los indignados en las calles chispean protestas parciales sin inflamar alternativas integrales. En Catalunya, en medio de su descrédito, lo político-institucional parece desbordado, a merced de una fuerte corriente social que le empuja y que es administrada por una dirección que se mueve al margen de las instituciones.

Entiendo la emoción de quien observa en Catalunya la agitación del sentimiento nacional y ve cómo su fuerza rompe límites que parecían estabilizados. Así y todo, no entiendo a los políticos vascos que quieren que el estilo catalán se imponga en Euskadi, llamando a la sociedad vasca a que desborde a los partidos y los someta a su dictado. Para una ruptura con la política, sería necesario un fracaso institucional de graves consecuencias y ocasionaría una tragedia para un país como el nuestro, en el que todavía hay un nexo bastante sólido entre lo social y lo político.

El clamor social allí es fruto de un sentimiento de impotencia, del no tenemos medios económicos para salir de este agujero. Este argumento aquí es enarbolado por Bildu. Enfrentar la crisis sin soberanía es "pan para hoy y hambre para mañana", le dijo Laura Mintegi al lehendakari Iñigo Urkullu en el debate de política general. El desprecio a los instrumentos fiscales y financieros que denota esta afirmación va unido a la falta de confianza en las capacidades endógenas de nuestra sociedad. Así, valiéndose de que dispone de una llave que controla importantes resortes institucionales, la izquierda abertzale formula la profecía que quisiera ver autocumplida. Bajo la excusa de que no hay nada que hacer, cuanto menos se haga, peor. Y cuanto peor, más conflicto y confrontación. Es decir, mejor.

La Vía Catalana muestra la fortaleza de la sociedad civil, sin duda. Pero la vía gradualista vasca también lo hace. Qué pena da esa forma de patriotismo que suspira por un mimetismo con lo catalán, que pasaría por el acaecimiento de un sorpasso a la política institucional, mientras se desmerece la larga trayectoria de los vascos practicando la cooperación entre política y sociedad civil. No hace falta ser un lince para entender a quién interesa en Euskadi una acción social que se enfrenta y desborda a la política institucional. El MLNV cree haber encontrado en el espejo catalán una oportunidad para someter al PNV, arrastrándolo a una agenda política perfilada fuera de las instituciones, en ese río revuelto de foros, plataformas y asambleas.

Sin duda alguna, hay otras cosas a valorar en el momento catalán. Pero en este punto concreto la Vía Catalana emociona a quien no confía en nuestra vía propia. Lo que hoy somos (en gran medida envidiable para la mayoría de los catalanes que se encadenaron en su Diada) es consecuencia de lo que la política y la sociedad organizada hemos hecho unidos, compartiendo ilusiones y proyectos, pero haciendo cada una de ellas lo que le correspondía hacer cada día, sin dejar nunca de afrontar los problemas concretos del hoy.