Estos días la cosa ha ido de excesos. Se ha montado gran pifostio por el incidente en el Parlamento Vasco en el que un parlamentario dedicó desde su escaño un "fascista" a otro mientras éste le hacía una advertencia que cada cual calificará como considere. En mi pequeño historial parlamentario, que se inició en los tiempos post Pacto de Lizarra -con aquello de la crispación política al pil pil- el episodio del otro día habría pasado sin pena ni gloria por las crónicas. Con esto quiero decir que la vergüenza ajena que pueden provocar las salidas de tono de sus señorías no es nueva y que, aunque esta semana no lo haya parecido, la cosa ha mejorado bastante. Lo de dedicar un calificativo a otro parlamentario desde la bancada -más allá del desahogo- tiene un punto fondo sur seguramente eficaz para recoger el aplauso de la parroquia, al tiempo que parece útil para correr un tupido velo sobre cualquier otra cosa -por trascendente o interesante que pueda ser- que ocurra en ese Pleno. Ojo, que no es nuevo. Que en el convento se ha oído mucho, en formato palabro o envuelto en dialéctica, desde las bancadas y desde la tribuna, de los autores más variados y con destinos no menos multicolores. El problema es que el ambientillo tabernario de estos últimos días no parece corresponderse demasiado con el bendito momento que estamos viviendo desde hace casi dos años. A los políticos en todo esto les toca, entre otras cosas, la no siempre fácil tarea de no complicar más las cosas. La buena educación no está reñida con la contundencia. Y un parlamento ha de ser la casa de la palabra, pero de la palabra pronunciada con respeto.
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