debía ser divertido sentarse a la mesa después de una fatigosa guerra, extender un gran mapa, servir abundante vino con algo de picar y ponerse a repartir territorios como en una partida de Risk. Lo mismo una región era alemana, en otra cena pasaba a ser francesa y en la siguiente sentada volvía a su origen germano. O un ducado iba a parar a manos de un príncipe de Nápoles que no sabía ni dónde estaba y tras la orgía de intercambios amanecía como súbdito de la Corona británica (el ducado, el príncipe o ambos). O el rey navarro le cambiaba a su colega castellano, en un envite y llevo dos, el cromo de un condado por el de una villa. Luego las aguas iban volviendo a su cauce, más o menos, con algunos desajustes como el corredor de Dánzig, Irlanda del Norte, una tierra de contrabandistas a ambos lados del Pirineo o algún otro descosido de tal guisa, con la guerra que dan. Pero no todos los enclaves evolucionaron con la historia. Aquel rincón de Trebiño se quedó perdido en el limbo, anclado en una partida de mus entre Sancho VI y su colega Alfonso VIII hace más de 800 años. Y ahí seguimos. Lo que no se entiende es el tenaz empeño de la derecha burgalesa, que ni conoce la historia de Sancho el Sabio ni le importa, ni tiene en Trebiño un solo unionista reclamando la patria protección -más bien oye el clamor de sus vecinos renegando de ella por razones tan mundanas como ir a la escuela o al médico- y el interés geoestratégico es nulo. Lo mismo Trebiño esconde una charca con pepitas de oro o una poza con petróleo y los alaveses aún no nos hemos enterado.