ya nadie parece acordarse de la intervención militar en Siria -tensión que ha pasado a segundio plano- ni de la cruenta guerra civil que aún hoy abre las carnes del país. El acuerdo que alcanzaron EEUU y Rusia para obligar a Bashar al Asad a destruir sus armas químicas ofrece el alivio de que ahora se atisbe un escenario de desarme, cuando estas últimas semanas el mundo contenía la respiración ante un inminente bombardeo sobre Siria. Constatada la virtud de ese pacto que debe validar El Asad comunicando la localización exacta de sus arsenales y mientras estos días un grupo de expertos de la ONU encabezados por el científico sueco Ake Sellström han llegado a Damasco para investigar in situ el uso de armas químicas, resultaría sin embargo pueril renunciar ahora al análisis de las sombras de la crisis siria. La belicosa actitud de un premio Nobel de la Paz como Barack Obama -cuya férrea apuesta por la ofensiva militar justifica ahora en el reconocimiento de El Asad de que posee armas químicas- se encontró con el rechazo generalizado de la opinión pública estadounidense y se le sumaron las dudas del Congreso para avalar la operación. Y hemos asistido también a otros extremos inquietantes como que el acuerdo entre el secretario de Estado norteamericano John Kerry y su homólogo ruso Serguei Lavrov desistió de concretar la autoría de la masacre con armas químicas de agosto, lo que menosprecia a las víctimas en aras de la diplomacia. Al mismo tiempo, ambas potencias asumen que en Siria va a proseguir una cruel guerra civil que se ha cobrado 120.000 muertos y casi tres millones de refugiados. A la vista ha quedado una vez más que EEUU actúa en la esfera internacional atendiendo a sus intereses geopolíticos, censurando en quienes no son sus aliados comportamientos que tolera en quienes sí lo son, mientras Rusia opera como contrapeso también en beneficio propio para sacar tajada en sus negocios empresariales en la zona. Estamos ante una paz fría basada en un discurso de superpotencias que, bajo el señuelo de la defensa de los derechos humanos, consagran prácticamente un derecho de pernada, con la ONU como un instrumento cosmético, mientras quienes mandan negocian bajo la mesa ante un drama humano.