RECIÉN vuelto de vacaciones, compruebo alarmado que no sufro ningún síndrome, así que no puedo compartir con ustedes el conjunto de síntomas característicos de una enfermedad. No sé hasta qué punto lo es el hecho de que se me ocurran infinidad de lugares donde estar mejor que éste desde donde les escribo, la certeza de que en el descanso residen la belleza de las cosas y la verdad del ser humano o la convicción de que el trabajo no engrandece nada, salvo en determinadas profesiones relacionadas con el sexo. ¿Es esta desazón uno de los síntomas de un síndrome, pongamos el posvacacional? Lo dudo, porque digo yo que ya existiría antes de que alguien decidiera bautizarlo. Lo que creo que ocurre es que este mundo está mal organizado: como dice con sorna un buen amigo quiteño, que trabajen los españoles, aunque en estos tiempos de zozobra y prebostes mangantes, me veo en la obligación que corregirlo: que trabajen los españoles que puedan hacerlo y que los demás salgan a la calle a tumbar a quienes dicen gobernarnos y sólo se gobiernan ellos. Así que en este regreso no hay síndrome que valga porque los síntomas son comunes a todos los mortales que conozco y los mismos que he sufrido en años anteriores; nos gustan los placeres de la vida y nos cabrea no disponer de tiempo para convertirnos en expertos. Dejo para otro día el análisis de esa extraña costumbre de empezar cosas tras las vacaciones, ya se trate de pagar un gimnasio o de construir con minúsculas piezas un Messerschmitt BF 109 que jamás volará.