soy un ser extraño. Tengo esa percepción sobre mí mismo y cada día que pasa, tal y como están dejando la Sanidad pública, veo que no me rehabilita para esta sociedad tan ordenadamente uniforme ni Dios.

No me excitan las hazañas de la roja. No soy de deportes olímpicos, ni de medallas, y mucho menos si tras meses de esfuerzo por parte de los deportistas, las medallas acaban acaparando portadas entre las manos de un rey, un presidente o un ministrillo con ganas de hacer patria y muchas fotos. No vibro al ver ondear en lo alto del Gorbea una ikurriña, bandera que se empeñan en sustituir por la otra. Como en el chiste, en el asunto éste de los nacionalismos y las banderas, llevo mucho tiempo siendo como el recluta que es preguntado por su sargento sobre qué siente al ver ondear la bandera de su país. A lo que el recluta, posición pecho-palomo incluida, contesta: "¡El viento, mi sargento, siento el viento!

Me siento ajeno de los grandes eventos que autoridades y empresas autorizadas organizan para nuestro deleite y distracción. Lo mismo me ocurre con el tesón que muestran estas mismas autoridades en facilitarnos el acceso al consumo en grandes superficies con sus planes renove para electrodomésticos, televisiones, automóviles o telefonía. Luego ya se encargarán de echarle la culpa a los manteros y las mafias de acabar con el pequeño comercio de la ciudad, pero lo que interesa es que todos compremos en el mismo lugar, las mismas cosas y que el desplazamiento lo hagamos en nuestro flamante coche. No se me ocurre una forma más costosa de comprar una lata de tomate. Eso sí, puedes meter el coche hasta el pasillo de conservas. Muy cómodo.

No me molesto en hacerme el sorprendido cuando la clase política, una y otra vez y desde tiempos inmemoriales, aparece relacionada con alguna trama de enriquecimiento exprés. Tampoco me altera cuando los listos de turno son acusados y un tribunal independiente, compuesto por las elecciones desinteresadas de los partidos en los que militan los acusados, los deja libres o con poca condena, pero sin que aparezca ni un euro de los distraídos.

Estamos demasiado acostumbrados a delegar toda nuestra capacidad de decidir, a que piensen por nosotros y entre otras cosas porque nos resulta más cómodo. Vivimos en la sociedad de la comodidad y nos la hacen disfrutar a cambio de pequeñas concesiones. Así, si somos capaces de abstraernos de la cantidad de personas que lo están pasando realmente mal para tirar adelante con su vida -entre paro, desahucios o ERE-, de lo que nos joden en nuestros trabajos, de lo que cuesta llegar a fin de mes, de lo que suben los suministros básicos, de cómo se están comiendo los recursos naturales las grandes empresas o de cómo el poder financiero maneja cualquier gobierno que se le antoje y nos centramos únicamente en nuestros deseos materiales, podemos alcanzar ese nivel de normalidad que supuestamente nos hará felices.

Nos olvidamos de las personas que están en peor situación y a las que más cruelmente golpean estos periodos de crisis, de los dependientes, de los parados, de la población migrante, de que por ser mujer se suele pasar peor tanto en crisis como en bonanza, de repartir el trabajo y los recursos, de pelear por nuestros derechos, de todo lo que no sea nuestro ombligo y sus circunstancias... pero no nos olvidamos de celebrar los triunfos deportivos ni de excitarse con las banderas. Por supuesto no debemos olvidarnos ni de cambiar de televisor, de móvil o de coche, ni de llevarse bien con el jefe, ni de votar por quienes nos dicen que con ellos todo va a cambiar aunque no expliquen cómo.