hasta hace bien poco había en una ciudad provinciana como Vitoria básicamente tres formas de ganarse y encauzar la vida. Una, estudiar una carrera de futuro -era importante elegir bien y no dejarse llevar por meras apetencias o absurdas vocaciones-, entrar luego en una empresa de renombre y promocionar hasta llegar a algún puestazo. Otra, colocarse en la Mercedes o en la Michelin con contrato fijo, un buen sueldo y rápido, con horas extras para los caprichos. O, finalmente, nada más acabar los estudios matarse a preparar oposiciones para convertirse en funcionario en la primera OPE que pasara, daba igual con qué función, en qué departamento o qué administración. Cualquiera de las tres vías iba acompañada -muchas veces una cosa llevaba a la otra de forma casi automática- de meterse en un piso en propiedad -porque el alquier era tirar el dinero-, casarse con una pareja prometedora y tener descendencia, todo casi simultáneamente y sin pararse a pensar. Pero hoy ya no hay puestos fijos, las multinacionales están en ERE, los funcionarios enseguida dejarán de ser vitalicios y lo de la vivienda tampoco era una bicoca, pues el negocio ha consistido en que los propietarios han pasado a deber al banco el doble de lo que vale el piso. Y después de veinte años con la monserga del contrato fijo y la VPO, ahora se nos ocurre que todos los chavales -que encima lo quieren todo hecho- tienen que ser emprendedores, creativos, dinámicos, innovadores, con espíritu crítico, iniciativa y capacidad de adaptación. Y que se lo saquen todo de la chistera.