TRASTEANDO entre los teletipos de la solanera agosteña, me encuentro con uno titulado "Lucio, el perro ciego que tiraron atado con bridas al Ebro, logra sobrevivir". Probablemente no sea una noticia que cambie el devenir de la historia, pero a nada que una tenga un mínimo de humanidad -y utilizo esta palabra porque alguna hay que utilizar, porque después de leer el encabezamiento de la noticia cualquiera puede intuir que eso de la humanidad debe de estar en claro peligro de extinción-, se pregunta quién puede tener las entrañas tan descompuestas como para hacer algo así. A Lucio se lo encontraron dos chavales que practicaban kayak. Tenía las patas traseras embridadas y estaba medio sumergido mientras se agarraba como podía a una piedra en el río Ebro. Lucio, bautizado así por sus salvadores, es ciego. Nada sabemos de su historia, de si quizá resulta que perdió la vista y dejó de ser útil para su dueño. Parece fácil intuir que Lucio acabó como acabó por ser ciego y que, probablemente, fue un fiel compañero del perpetrador del crimen hasta el último segundo. Quizá aún lo sea. Y así, de algún modo seguramente no todo lo justo que debería, la vida pone a cada uno en su lugar, porque cualquiera con dos dedos de frente y sangre en las venas preferiría tener por compañero a Lucio que al desalmado que decidió acabar con su vida de un modo tan cruel y cobarde, sobre todo cobarde. Demasiadas veces el ser humano parece haber quedado muy por debajo del resto de animales en la escala evolutiva.