LA otra cara del sangriento polvorín egipcio, más allá de los sin duda trascendentales factores internos que han desencadenado el conflicto actual, es la palmaria impotencia de la que quizá algún momento fue medianamente eficaz diplomacia occidental. Ni la Unión Europea -desaparecida en sus propias contradicciones y complejos- ni sobre todo Estados Unidos, tradicional gobierno de influencia en el país, parecen hoy capaces de frenar la peligrosa escalada en la que el gobierno interino controlado por los militares, por un lado, y los Hermanos Musulmanes, por otro, se han embarcado. Es especialmente significativo el declive de la diplomacia estadounidense, más aún cuando Washington venía siendo un aliado sólido del Gobierno egipcio desde el primer tratado de paz árabe-israelí en 1979, lo que traducido ha querido decir del Ejército -al que a día de hoy sigue financiando con unos 1.300 millones de dólares anuales-. La progresiva mengua del papel de Estados Unidos y sus dificultades para encontrar una posición clara en la zona quedaron patentes en la tibia reacción que el Gobierno de Barack Obama dedicó al golpe de estado que depuso al presidente Mohamed Mursi -elegido en unas elecciones democráticas, aunque éstas tuvieran lagunas obvias, tras la caída de Hosni Mubarak bajo una Primavera Árabe aplaudida desde Occidente- hace poco más de un mes. Una respuesta casi tan intrascendente como la que EEUU y la UE están ofreciendo a la violenta espiral desatada este miércoles. Occidente está atrapado entre su declarada defensa de los sistemas democráticos y el interés por mantener fuera del control del islamismo radical un país estratégico en el orden político de la zona, una perspectiva que le hacía mirar con declarada desconfianza al Gobierno de Mursi. Mientras el papel estadounidense se mueve en estos complejos equilibrios, las potentes economías del Golfo Pérsico tienen muchos menos problemas para apuntalar su influencia: el Ejército egipcio recibió la promesa de 12.000 millones de dólares de las monarquías de Arabia Saudí y Emiratos Árabes tras derrocar a Mursi en julio. Un declive diplomático estadounidense que, además, no anticipa demasiadas buenas perspectivas a su papel mediador en las recién retomadas conversaciones entre palestinos e israelíes.