son abundantes los relatos mitológicos que presentan al hombre sometido al castigo divino por pretender parecerse a los dioses, siquiera por gozar de alguno de sus privilegios. Acaso por eso, algo arrepentido, en la tradición judeocristiana el creador nos hizo a su imagen y semejanza por entender que quizá copiar lo bueno no sea tan malo.

El problema entre el original y la copia lo afrontó Platón en su Teoría del conocimiento, donde los distintos bienes participan de la Idea de Bien sin que por ello la misma se reparta perdiendo su unidad ni sea suplantada. Las copias ayudan a la extensión en el tiempo y en el espacio de la presencia del original. Durante la Antigüedad y hasta la invención de la imprenta, los copistas gozaron de prestigio en la transmisión de los conocimientos en la medida que copiaban al milímetro, sin desviarse un ápice, el documento original. Lo mismo sucede en el arte, la ciencia o la industria; los aprendices no innovan, imitan. Y no dejan de hacerlo hasta que siguen su propio camino, no sin antes saberse de memoria el recorrido trazado una y mil veces por quienes les antecedieron.

Los maestros o artesanos eran medidos en sus distintos artes y oficios por el grado de perfección con el que eran capaces de reproducir la realidad hasta la aparición de la fotografía y la producción en serie. Por eso, los pedagogos insisten en que la mejor lección se imparte con el ejemplo de padres y profesores, más por imitación que por explicación o estudio.

Hoy, los términos copia e imitación soportan una fuerte carga peyorativa, pese a que todo a nuestro alrededor se fundamenta precisamente en ser copia e imitación de los patrones de producción en serie en las cadenas de montaje, patentes o industria cultural. El problema sobreviene cuando la copia y la imitación desean hacerse pasar por originales. Entonces aparecen el camuflaje, la impostura, el plagio o la estafa para dar gato por liebre, realidades humanas nacidas de la codicia y la ostentación.

Recientemente la Policía ha desmantelado en Valencia y Madrid una red dedicada a la fabricación -podría decirse artesanal- de Ferraris de imitación cuya carrocería reproducía en todos sus extremos el lujo de los modelos originales, si bien el motor era el de un vehículo de gama media. El caso se sitúa en cabeza del consumo conspicuo aparente, cuya parrilla de salida permanente se halla en los bazares chinos y de ahí va escalando posiciones con ropa, bolsos o relojes de impostación.

No obstante, creo equivocado adjudicar el término falso a todas estas piezas. Los compradores y vendedores, en la medida que adquirían y ofrecían el género por un precio sensiblemente inferior al del mercado, están muy al corriente de que la mercancía es copia y no original, por lo que el asunto no pasa de ser para los primeros un sucedáneo con el que dar el pego a terceros y para los segundos un negocio a la sombra de una marca inalcanzable para la mayoría de los mortales. De nuevo los mortales son castigados por intentar ser como dioses.