EL acto por el que la Diputación vecina hacía ayer oficial el reconocimiento como Ilustre de Bizkaia-Bizkaitar Argia a todas las víctimas del terrorismo de cualquier signo así como de la represión franquista es reflejo y constatación de la enorme dificultad que aún entraña en nuestro país englobar a todos aquellos que han sufrido las consecuencias de esas distintas violencias en un solo proceso de memoria y reconocimiento del daño. La legitimación de ese proceso por una amplia mayoría social, fundamentada en un encomiable propósito de superación de la historia de enfrentamiento que ha soportado Euskadi, no logra que los valores y principios éticos aceptados para otros conflictos -incluso desde la propia sociedad vasca- superen en el caso propio las resistencias de quienes diferencian entre víctimas bien por el periodo histórico de la violencia que las causó, bien por la identidad o ideología de sus victimarios. Y no lo logra aun cuando esa amplia mayoría acoge base social de prácticamente todas las fuerzas políticas, incluidas aquellas cuyos líderes se muestran más reticentes ante la presión de sectores extremos. Es por ello que menos de dos años después de la desaparición de la violencia, y a la espera aún de que ETA confirme su disolución definitiva o de que el Estado varíe aquellas políticas penitenciarias de carácter excepcional que se han venido aplicando a sus presos -dos pasos esenciales, cada cual en su medida, para la superación paulatina de dichas reticencias- se antoja necesario más tiempo para que las heridas cicatricen. Pero también una férrea voluntad política que acompañe los deseos mayoritarios de la sociedad, deseosa de pasar la página de las violencias y de resarcir, hasta donde sea posible, sus efectos. Eso implica el abandono del cálculo partidista -y por tanto de las visiones parciales- a la hora de proponer en cualquier institución iniciativas políticas en torno a la normalización, la no inclusión en el debate político de todas y cada una de las propuestas que se presentan desde la buena fe en torno a las víctimas y especialmente la eliminación de los adjetivos posesivos que parecen acompañar siempre a éstas. Superar, en resumen, esa pretensión del derecho exclusivo al dolor que, de una u otra forma, ha afectado globalmente a la sociedad vasca.