iMAGINAOS una situación de cambio histórico de gran carga emocional donde lo irracional o lo pasional pueden desbordarse. O imaginaos un contexto donde lo racional es norma y bloquea el manantial de los sentimientos. O imaginaos una sociedad donde parece que no hay alternativa...

No hace falta imaginar nada, porque todas estas situaciones ya se han producido en el pasado, y se producirán en el futuro. Hemos conocido momentos de crisis o de autosatisfacción y, de seguro, conoceremos más si los individuos acabamos viviendo, como parece que va a suceder, casi un siglo. Lo que para los economistas de derechas es un problema económico, para la filosofía podría ser una forma de amasar experiencia y perspectiva.

La filosofía ha sido crucial en todos los cambios importantes de la humanidad, a veces anticipándose a los acontecimientos históricos, a veces insertándolos en un nuevo relato. Porque alguien pensó que las explicaciones buenas o malas estaban al alcance de los humanos, surgió el pensamiento racional; en el momento en que lo sobrenatural pretendía ser justificado, la teología; cuando la explicación de las cosas observables no la podía dar ningún libro sagrado, nació la ciencia moderna, o a partir de que el monopolio de los recursos dejó de ser de los reyes, la economía; los cambios de la revolución industrial requirieron una explicación, la sociología intentó darla; del abismo de una creencia ciega en la ciencia y la tecnología vino la crítica al pensamiento racional. Y así hasta el infinito. En todos estos sobresaltos de la humanidad alguien miró más allá, y ofreció alternativas o una perspectiva distinta. Eso es la filosofía. Y ahora deciden que no esté en las aulas.

Estos días se puede ver una estimable película dedicada a uno de los pasajes más conocidos de la filósofa Hannah Arendt. The New Yorker le pidió a la exiliada judía que realizase una crónica in situ del juicio a Adolf Eichmann, un perfecto funcionario de las SS que argumentó que simplemente cumplía órdenes de sus superiores.

Más allá del caso concreto, el pensamiento de Arendt presenta paralelismos con situaciones más cercanas. El Holocausto (Shoah para los judíos) fue otro de los hitos de la historia del pensamiento que ha sido reflexionado profusamente. Por aquel tiempo T. Adorno había dicho que escribir poesía tras Auschwitz era un acto de barbarie, y W. Benjamin, algo antes, se quitó la vida tras comparar el rumbo que había tomado la historia con el Angelus novus de P. Klee. Ese ángel era arrastrado hacia el futuro por el pretendido progreso sin poder evitar que los desastres del pasado quedasen sin redimir.

La cuestión judía ha sido objeto de reflexión filosófica, y puede enseñarnos algo sobre la actual realidad cambiante, incluso sobre la doméstica. En los momentos cruciales el pensamiento no ha faltado, la filosofía ha estado allí, y nunca ha hablado en un único sentido.

La película en cuestión da, a mi entender, una visión excesivamente cosmopolita de una filósofa que basó su pensamiento en su condición étnica. Trabajó en Francia en la introducción de niños judíos en Palestina y participó en innumerables asociaciones judías en EEUU. Además su análisis del totalitarismo se apoya en un estudio sobre el antisemitismo. Esta variante del racismo se derivaría del decimonónico imperialismo colonialista que surgió de la acumulación de capital en los primeros estados-nación. Aquí tenemos los componentes de algunas de las ecuaciones actuales no resueltas.

Hay gente que niega la mayor, esto es, que afirma que no hay pueblos o naciones aparte de los estados. Sin embargo, el caso judío muestra que los pueblos existen independientemente de los estados, y, que pueden merecer constituir uno de ellos. Además, una vez formados se comprueba también que hay otros pueblos, en este caso el palestino, que sufren sus embates expansionistas. El totalitarismo que analizó Arendt no se deriva de la existencia de los pueblos o naciones, sino que se incuba en las tradicionales estructuras mentales que pontifican que si yo tengo la razón y la fuerza, los demás están equivocados y pueden ser aniquilados. Y eso es algo común a muchas ideologías, incluso algunas oficiales.

Otro aspecto interesante de la denuncia de Arendt es que ningún pueblo debe basarse en lecturas interesadas de su pasado. El mal absoluto no existe, en contraposición con el bien absoluto kantiano. El mal está en cada uno de nosotros, que somos capaces de lo peor por las razones más banales. El sufrimiento es una realidad personal con connotaciones sociales que ha de ser destilada en todos los alambiques necesarios, en los familiares, en los comunitarios, y también en los políticos.

Sin embargo, los debates sobre el pasado deberían encararse sin obviar ninguna lectura alternativa, ni cuantificando el sufrimiento de una forma absoluta. Es un camino que hay que recorrer con pensadores como Jaspers, el profesor de Arendt, que dependiendo de las interpretaciones, defendió la culpa colectiva o individual. Arendt se inclinó por la última y tuvo que sufrir algunas incomprensiones de sus correligionarios.

Creo que, aunque los gobiernos reaccionarios nos quiten la posibilidad de enseñar filosofía en las escuelas, podemos usar lo más simple que tenemos, la libertad de pensar, para construir estructuras mentales que eviten el dogmatismo y el conformismo. Aunque la filosofía desaparezca de la vista de nuestros jóvenes, nadie podrá evitar que los se articule un grito alternativo en pesadísimos libros que se venden poco. La historia, es obvio decirlo, continúa y los habitantes del futuro no nos perdonarán que nos juguemos la partida en los pequeños detalles.

La política ha sido comparada a menudo con el ajedrez. Nosotros vamos a ser más prosaicos. Estamos ante una gran partida de mus. Ellos van de mano, la grande la perderemos, a pequeña pasaremos, tengo duples y la pareja me ha guiñado el ojo... Lo dicho, no hay mus.