la voz desgarrada de Billie Holiday y la fuerza militante de su Strange Fruit; los blues que Paul Robeson cantó a presidiarios, remeros del Volga o brigadistas; los tumbos por el mundo de dos desarrapados como Dizzy Gillespie y Charlie Parker o las turbias andanzas por la vida de todos ellos dan buena cuenta del espíritu del jazz, cuyos orígenes se remontan a los primeros inmigrantes afroamericanos -entre esclavos algodoneros y ferrocarrileros- cuya música era lo único que llevaban encima, sin siquiera saber leer partituras. Luego el jazz estuvo inevitablemente vinculado a los movimientos obreros de principios del siglo XX, a la lucha contra la segregación racial o a los antros libertarios, a los que Sean Connery dedica un divertido guiño en La Casa Rusia. El jazz -alma de improvisación, caótica expresividad, militancia y burla a la censura- hoy se ha convertido también música para las élites culturales, la burguesía y fuerzas vivas de las sociedades modernas y desarrolladas. Y en este contexto, el rutilante Festival de Jazz de Vitoria ha logrado el meritorio de haberse consagrado ya como referencia ineludible de la crème local e internacional. Así como también erigirse en una suerte de academia que pontifica sobre artistas, se acompaña de complacientes patrocinios, regaña o agasaja a cronistas o rinde pleitesía al poder que le subvenciona. Un periodista de The New York Times se refería en 1924 al jazz como "el retorno de la música de los salvajes". Pero Vitoria quizás sea hoy una ciudad demasiado civilizada para eso.
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