el grave accidente sufrido ayer por Jon Jerónimo Mendoza en el encierro de San Fermín ha reabierto el debate siempre latente sobre el maltrato a los animales en las fiestas, sean grandes o pequeñas, de la mayoría de las ciudades y pueblos. Que si el ganso de Lekeitio, que si la cabra de Manganeses de la Polvorosa, que si el toro de la Vega de Tordesillas, que si la carrera de burros de Vitoria... Algunas de estas tradiciones ya están prohibidas, otras todavía no. Las corridas de toros llevan tiempo en el punto de mira de los defensores de los animales pero, aunque la fiesta ya no es ni mucho menos lo que era, apenas han podido con ellas, salvo en casos contados como Cataluña, Canarias y Donostia. En Pamplona casi nadie duda de las corridas -la plaza se cae a trozos pero ningún político se atreve a construir una nueva por si no se llegase al próximo San Fermín- y aún menos de los encierros. Episodios como los de ayer provocaron cascadas de comentarios, algunos elogiando el civismo de los toros en el montón formado a la entrada de la plaza, otros criticando con fiereza la existencia del ritual sanferminero por excelencia y, la mayoría, simplemente expresando la angustia que les causó el momento extremo de tensión vivido ayer en Pamplona. Tengo amigos pro y anti taurinos. Los primeros, al menos, ya no se defienden con eso de que los bichos no sufren y mueren con honor en un digno duelo de pitones contra arpones y espadas. "Si no te gusta, pues no vayas", argumentan. No les falta razón, pero...