miro con asombro las esperanzas que sigue despertando entre los católicos -y tantos otros que no lo son- el bendito Papa Francisco, a quien bendecimos como él nos pidió. Ya lleva más de 100 días y no soy quién para decir cuánto hay de esperanza y cuánto de expectativas ilusorias en esta euforia papal que siguen mostrando los más sencillos, inquietos, abiertos y los buscadores de lo nuevo entre los ruinas de lo viejo de dentro o de fuera de la Iglesia católica. No comparto la euforia y tantas expectativas, pero quiero compartir y cuidar la esperanza que late en ellas.

Pido perdón de antemano a quienes estas líneas puedan parecer demasiado escépticas, exigentes o simplemente impacientes. Pido perdón y también licencia para errar. Y si algún día viera que yerro, seré el primero en alegrarme y en reconocerlo.

No basta con que el Papa sea buena persona. Francisco atrae y rezuma bondad. Su porte natural, su mirada directa, franca, su rostro afable, sus brazos grandes y acogedores, su trato llano y cercano, su estilo personal austero, sus zapatones viejos, su residencia en Santa Marta en vez del Vaticano, su asiento vacío en el concierto para gentilhombres de otros tiempos o su palabra sencilla y fresca nos toca el corazón y también la razón, porque es un espejo de lo mejor que somos y no llegamos a ser del todo y a lo que en verdad aspiramos en medio de todas nuestras contradicciones.

¿A qué se deben entonces mis cautelas? A que en un Papa no cuenta sólo su persona, sino aun más la institución y la ideología que la sustenta. El problema de fondo es el sistema católico teocrático como una monarquía absoluta sustentada en Dios. Y mientras eso no cambie, nada sustancial cambiará, por bueno que sea el Papa. Después de un Papa humilde, austero y dialogante puede venir otro más duro, ostentoso y rígido. ¿Qué habríamos adelantado?

Tampoco basta con reformar la Curia vaticana, que forma parte de ese sistema y de todas sus contradicciones. Es un enorme aparato de poder sacralizado, sustraído a todo control. Un mundo corrupto de lobbies y un inmenso engranaje, del que el Papa es cabeza y cautivo a la vez. Es imposible que una persona ejerza un poder absoluto y es inevitable que el poder se diluya en organismos incontrolados, que oficialmente dependen del Papa, pero de hecho manejan los hilos en la sombra.

El Papa Francisco ya ha anunciado reformas radicales en la Curia. Es verdad, y estoy seguro de que las llevará a cabo. Pero creo que tampoco bastará con eso, porque las curias vaticanas no poseen la última llave del sistema. Todo el poder está concentrado en una persona y mientras eso no cambie, lo esencial del sistema seguirá vigente por mucho que se depuren las curias, se suprima el Banco o incluso se anule el Estado del Vaticano. Seguirá en pie el poder absoluto y otro Papa podrá rehacer lo que éste deshaga.

"Francisco, repara mi Iglesia que amenaza ruina", dijo Jesús a Francisco de Asís desde el crucifijo de San Damián, según la leyenda. En nuestra sociedad moderna, la Iglesia católica es un edificio en ruinas. Y no se trata sólo, ni siquiera en primer lugar, de su estilo de funcionamiento, ni siquiera de sus riquezas institucionales y escándalos personales, por graves que sean. Hay un abismo creciente entre la Iglesia y la cultura, como se hace patente en el vacío progresivo y desolador de las iglesias. La Iglesia ya no constituye una buena noticia, un lugar de consuelo y liberación.

"Francisco, repara mi Iglesia". Si no se repara, se irá cayendo. Pero, para repararla, es preciso remover los cimientos hasta los mismos fundamentos, hasta refundarla en Jesús. Que la Iglesia se deje inspirar por el aliento y la energía sanadora de Jesús, por su rebeldía profética, por su confianza apacible y por su esperanza activa. Que reinvente los dogmas o deje libertad para hacerlo. Que reinvente todo los ministerios de servicio y de autoridad eclesial, rompiendo de una vez la lógica del poder sacralizado, clerical y patriarcal.

Es posible reparar esta Iglesia haciendo que sea plenamente democrática, desde la última parroquia hasta la cúpula vaticana. La Iglesia católica no podrá ser y anunciar una buena noticia a los hombres y mujeres del siglo XXI mientras el poder absoluto y vitalicio siga concentrado en manos de un Papa, y éste siga nombrando a los obispos y cardenales que elegirán al Pontífice siguiente; mientras no sean las comunidades quienes elijan a sus dirigentes -varones o mujeres- para todas las funciones; mientras los obispos -varones o mujeres- no sean elegidos por sus diócesis y el Papa no sea elegido por las diversas iglesias locales para un tiempo limitado; mientras los tres poderes no se distingan y vuelvan a las comunidades, la única manera de que el poder sea humano y sólo así divino.

La gran reforma, desde el corazón del mundo de hoy y de todas las criaturas, el Espíritu o la Ruah creadora y consoladora, requiere que el Papa, con su poder todavía absoluto, declare nulo el poder absoluto del Papa; que anule los dos dogmas que lo sustentan -la infabilidad y el primado absoluto del Papa- promulgados por el Concilio Vaticano I (1870) y que el Vaticano II dejó intactos por imposición de Pablo VI.

No basta con que el papa Francisco sea un nuevo Juan XXIII, pues después de éste vinieron Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI, y 60 años después estamos donde estábamos antes, mucho más lejos del mundo.

¿Podemos esperar tanto del Papa Francisco? Nada de lo que sabemos de su pasado y le hemos oído decir o visto hacer permite esperar que promueva la reforma radical que urge en la Iglesia. No se lo reprocho, pues también él, con toda su bondad, es rehén del sistema. Pero en su bondad y frescura también es testigo del Espíritu de la Vida que ama y respira en todos los seres y que sigue recreándolo todo desde el corazón de todo. En él sí esperamos.