UN día que iba en bici choqué con una vaca. Tendría unos 14 años. La vaca parecía mayor. No llevaba casco -¿quién lo llevaba entonces?-, pero tampoco me hice un gran estropicio. Pensarán que mi habilidad sobre dos ruedas dejaba bastante que desear. Aciertan, sí, pero añadiré en mi descargo que el accidente ocurrió cuesta abajo y que no pude esquivar la vaca porque había más a su alrededor (habrán descubierto en este momento que el entorno del suceso era rural). En otra ocasión me clavé el manillar de la BH en el pecho. Tampoco llevaba casco. En este caso no hubo intervención animal, salvo la mía: quise aprender rápidamente a pedalear sin sujetar el vehículo con las manos. Pronto me di cuenta de que existen ciertas destrezas que no alcanzo a desarrollar con éxito, ni ayer ni hoy. Estas pequeñas tribulaciones, y otras más épicas que narraré en otro momento, demuestran que he sobrevivido al duro pedalear de la vida sin llevar casco. Eso sí, me lo pondría fuera de la ciudad, y aconsejaría a todos que lo hicieran, pero no sobre las mil y un baldosas de Vitoria, donde la gente normal pedalea a una velocidad normal. Esto no quiere decir que si doy con mi cabeza en el suelo a 5 km/h no echaría de menos un casco; claro que sí, llevarlo puesto me evitaría una brecha, una conmoción cerebral o las dos cosas. Pero soy prudente, y todos deberíamos serlo. Hay gente que corre más rápido de lo que yo pedaleo, y nadie le pide a Usain Bolt que se ponga un casco.