uno de los males endémicos del mercado de trabajo del Estado español está constituido por la precariedad que afecta a una parte importante de sus trabajadores. Precariedad provocada por un tejido productivo poco sólido en muchos sectores de actividad y en buena parte de los territorios y por la generosa oferta normativa en materia contractual que llegó en tiempos a posibilitar la formalización de hasta 33 tipos de contratos diferentes, de los que todavía perviven 19.

La precariedad en las relaciones laborales es el antónimo de la competitividad. Es difícil que un país posea elevados índices de productividad cuando sus expectativas laborales se basan en contratos temporales, en un mercado de trabajo rotatorio o en contratos formativos. Elementos que no propician un particular estímulo ni para que los trabajadores se formen adecuadamente en la empresa, ni para que incrementen sus prestaciones laborales y compromiso con la misma, más allá de lo indispensable para no ser expulsados.

El paradigma del contrato precario es el denominado contrato para los emprendedores aprobado en la última Reforma Laboral, donde ascendió el periodo de prueba hasta un año de duración. Es un contrato que la norma, de forma patética, calificó como estable, cuando lo que está sucediendo es que como máximo en el día 364 del periodo de prueba se proceda a su resolución de forma libre y sin indemnización. Pero hay otros contratos de características similares: formativos, de ejecución de obra que se conciertan fraudulentamente, a tiempo parcial -a los que la Reforma Laboral incorporó la posibilidad de realizar horas extras-, mercantiles y civiles como los de arrendamiento de servicios, ficticios contratos de sociedad y desafortunadamente un largo etcétera.

El panorama descrito, donde la precariedad en el trabajo no es mayor sólo porque los empresarios no quieren -pues también necesitan un cierto nivel de estabilización o fidelización de los trabajadores a la empresa-, se agrava con la propuesta -como globo sonda- del denominado contrato único.

El contrato único, en aquellos países donde está más asentado y aunque resulte paradójico, no es único, puesto que convive con otros que dimanan de la propia naturaleza de la actividad. Si lo que se concierta es un contrato para la ejecución de una obra, se concierta un contrato de ejecución de obra; si el contrato por su naturaleza es discontinuo, se concierta un contrato fijo-discontinuo. El problema del contrato único es que allá donde existe se ha convertido en un instrumento más de precarización y temporalización de las relaciones productivas.

El contrato único se basa en el presupuesto de que en su inicio se concierta con bases de cotización muy bajas a la Seguridad Social, con condiciones laborales muy degradadas, con retribuciones muy bajas y con indemnizaciones menguadas en el supuesto de su resolución. Según va pasando el tiempo y la duración del contrato, mejoran las bases de cotización, mejoran las retribuciones y demás condiciones laborales, y mejoran las indemnizaciones en caso de resolución. ¿Qué ocurre en la práctica? Que siempre llega un momento en esta curva ascendente de mejora de las relaciones laborales en que ya no resultan interesantes al empresario, se procede a la resolución del contrato único y se concierta otro con otro trabajador que inicia su relación laboral con retribuciones bajas otra vez, con bases de cotización bajas y con condiciones laborales quebrantadas. Y así sucesivamente, contratándose un tercer trabajador y después un cuarto, en tanto en cuanto todos ellos vayan llegando al nivel de prestaciones empresariales que a su empleador le convenga. Un maravilloso sistema para garantizar una rotación permanente de los trabajadores.

En algunos países como Austria, el contrato único va acompañado además de lo que se denomina cuenta prestación por desempleo para los trabajadores. Los los trabajadores tienen que ir detrayendo de su retribución un porcentaje para financiar o complementar su prestación de desempleo si su contrato es objeto de resolución. En ocasiones, cuando la prestación de desempleo es demasiado baja, la administración laboral la complementa, pero siempre en cuantías no particularmente relevantes. Se observa así que otra de las bondades del contrato único es que en buena medida se privatiza la prestación de desempleo. Si se optara por este modelo en el Estado español se incurriría en una manifiesta inconstitucionalidad, ya que la prestación de desempleo posee la naturaleza de prestación de Seguridad Social y debe acoger los requerimientos del artículo 41 de la Constitución: carácter público, suficiencia y universalidad.

La segunda característica es que en el contrato único -y vulnerando los principios generales del derecho contractual de cualquier país civilizado- las condiciones pactadas pueden ser objeto de modificación o novación, en perjuicio de los trabajadores, en situaciones económicas negativas para las empresas, en aquellas que afectan a su capacidad de competitividad o -como preconiza la Reforma Laboral- cuando disminuyan las ventas aunque la empresa siga obteniendo beneficios.

El mercado de trabajo del Estado español no necesita nuevos mecanismos de precarización de las condiciones laborales; ya existen demasiadas posibilidades y fórmulas contractuales no sólo contradictorias con la competitividad, sino que están gravitando peligrosamente contra las posibilidades de sostenimiento financiero del sistema público de pensiones. Lo que requiere el Estado español son contratos con causa: si un trabajador y un empresario se comprometen para un trabajo de naturaleza indefinida, el contrato que les una debería poseer esta característica; si ambas partes se conciertan para la ejecución de una obra, el contrato razonable debería ser el de ejecución de obra; si la naturaleza es discontinua, se podrían celebrar contratos fijos-discontinuos. Pero lo que nunca se debería hacer es erigir la precariedad como fórmula de resistencia contra la crisis económica, porque ese es precisamente un elemento de agudización de la crisis económica.