ES llamativo que, cuando la sociedad expresa con más fuerza su hartazgo respecto a los partidos políticos, éstos parecen hozar en sus modos anquilosados y endogámicos con más gusto. Modos que ponen tierra de por medio con la ciudadanía y sus propios militantes y agrandan ese desapego social. A esto se suma que este régimen político parece derivar peligrosamente hacia la partitocracia y que la distancia entre partitocracia y dedocracia suele ser muy corta. Desde esa perspectiva, episodios como el fulminante relevo de Antonio Basagoiti en favor de Arantza Quiroga chirrían. No es algo inédito, cómo olvidar la elección digital de Mariano Rajoy por Aznar. El vértigo al debate interno, en muchos casos a la escabechina, genera situaciones como el desangramiento del PSOE tras la reelección de Alfredo Pérez Rubalcaba en un congreso que ganó por un puñado de votos y, apenas año y medio después, jugar con la idea de unas primarias que entonces se rechazaron. O esa renovación de difícil venta a la que procedió el PSE. También recurrió a la vía rápida el PNV para sustituir a Iñigo Urkullu. Poco sabemos de cómo fue la elección de Laura Mintegi en EH Bildu. No siempre hay que buscar oscuros motivos tras estos procesos, a veces son el simple reflejo de un liderazgo fuerte y con amplios apoyos, pero por lo general no dicen demasiado de la democracia interna de los partidos ni desmienten el descrédito social de la política. El aparataje suele ser muy eficaz y suele trabajar en la sombra. Lo dijo Alfonso Guerra: el que se mueva no sale en la foto.
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