del lema del despotismo ilustrado Tout pour le peuple, rien par le peuple -traducido malamente al castellano como Todo para el pueblo pero sin el pueblo- hemos pasado, tal y como están sucediendo los últimos acontecimientos, a todo contra el pueblo. La penalización de la mayor parte de las conductas cívicas es un hecho que se extiende como una mancha de aceite. Cualquier atisbo de rebeldía, de protesta más o menos organizada o de iniciativa en defensa de los derechos civiles y humanos más elementales se ha convertido en sospechosa y, por lo tanto, es susceptible de ser criminalizada.

Estamos asistiendo a un momento muy delicado en el que gran parte de nuestras creencias y de nuestras seguridades están siendo arrumbadas. Hasta ahora habíamos creído que, a pesar de las dificultades, el binomio libertad-justicia, que a duras penas se mantenía en el seno de las sociedades occidentales, iba a seguir. No importaban los avisos que nos venían desde determinadas instancias, estábamos convencidos de que nuestro modelo capitalista de corte socialdemócrata iba a ser capaz de atemperar la avidez del mercado a través de la política. Hasta el punto de que pensábamos que las reglas de juegos razonablemente iguales para todos, a pesar de ciertas desconfianzas, tenían un carácter cuasi eterno. Ahora empezamos a darnos cuenta de que vivíamos el sueño de una noche de verano.

Es más, a pesar de lo que nos contaban, no acabábamos de dar crédito cuando decían que la avidez del mercado destruía sistemas políticos enteros en una serie de experimentos más o menos dirigidos desde las cúpulas de los grandes poderes y que tan magníficamente recogió Naomi Klein en su ya célebre libro la Doctrina del Shock.

La crisis se está llevando consigo un mundo de creencias, de certezas, de todo aquello que hasta ayer considerábamos prácticamente inmutable. Nos arrastra hasta un punto en el que todo aquello que considerábamos bueno y valioso hoy debe ser puesto en cuestión. El mecanismo es muy simple: los medios de comunicación constituyen una máquina feroz que nos transmiten machaconamente la necesidad de cambiar, de que hay que erosionar todo ese conjunto de sistemas de creencias sólidamente instaladas hasta la fecha y adquiridas de forma paciente a lo largo de muchos siglos para instaurar un nuevo orden.

Pasado el shock inicial, en el que incluso determinadas figuras del capitalismo mundial mostraron una especie de arrepentimiento y hasta ciertos actos de contrición -con exclamaciones como "hay que refundar el capitalismo" (Sarkozy), o "habíamos puesto excesiva confianza en el capitalismo" (Alan Greespan)-, se ha vuelto a las andadas. Aquellos lemas han sido sustituidos por otros como que "es el Estado el que es ineficiente, no el sistema" y cosas así. En definitiva, un revival para resucitar el espíritu de Thatcher y Reagan. Un déjà vu.

En este duro combate, el control de la palabra es determinante. En este enfrentamiento entre la razón sistémica y la razón comunicativa es fundamental el control de los creadores de opinión. De la persuasión a través del lenguaje de McLuhan propio de la modernidad hemos pasado a la deformación. El carácter performativo del lenguaje está al servicio de la tergiversación y de la inversión de la carga de la prueba. Es cuestión de crear las condiciones adecuadas. Es absolutamente indispensable concentrar y monopolizar el discurso.

Ahora se nos dice en una sempiterna cacofonía que somos los ciudadanos los que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, es el Estado el que es ineficiente, es la política la que se ha convertido en un obstáculo para la recuperación económica, son los desahuciados los que están ejerciendo una presión intolerable sobre la clase política, son los engañados con las estafas de las preferentes los que están subvirtiendo el orden y la solución razonable, son los trabajadores con sus manifestaciones y protestas los que están impidiendo que el sistema económico funcione, no la reforma laboral y sus secuelas. En definitiva, son las sociedades afectadas por esta crisis sistémica las que tienen la responsabilidad de la situación dramática en la que nos encontramos y las causantes de lo que está pasando.

Esta operación de maquillaje social al servicio de los poderes fácticos sólo puede hacerse bajo el control y dominio de la industria cultural. Adorno, Horkheimer y compañía ya nos advirtieron durante la primera parte del siglo XX del papel que la concentración-colonización de la industria cultural podría tener como instrumento al servicio de la despolitización y alienación de las masas, sin embargo no podían atisbar su beligerancia como conformadores de opinión pública al servicio de los intereses fácticos.

El problema radica en que el debate público está controlado por una industria mediática que está consiguiendo invertir la carga de la prueba, poniendo en tela de juicio a todos aquéllos -movimientos sociales o políticos- que intentan sublevarse y provocar respuestas cívicas a este expolio organizado en el que se ha convertido la política institucional en connivencia con los grandes poderes económicos.

El lenguaje es beligerante, se ha convertido en arma arrojadiza al servicio de la ruptura del contrato social y de la neutralización de los actores. Son precisamente los sectores afectados por este despropósito quienes tienen que mostrar la bondad de sus intenciones y la validez de sus acciones en una lógica profundamente hipócrita. Es la violencia de los desahuciados la que ocupa el centro del debate y no quienes a la fuerza son arrancados de sus casas. Son quienes piden responsabilidades a los poderes políticos y económicos quienes deben ser ejemplares, no quienes desfalcan o quienes han condenado a la exclusión y miseria a ingentes cantidades de personas.

Mantener la opacidad de los poderes fácticos y favorecer la difuminación de responsabilidades se ha convertido en un instrumento estratégico de primer orden de la industria mediática. Consecuentemente, el lenguaje y su control se han convertido en armas arrojadizas al servicio del poder.