dicen que cuesta encontrar un puente más bello en París. También uno más largo. Desde el alambicado Pont Alexandre III, el visitante se asombra mire donde mire. Es la magia de las grandes capitales. Escoltado por sus majestuosos caballos alados, el horizonte garabatea Notre-Dame, la Torre Eiffel, la Concordia o los Campos Elíseos. Incluso si se mira hacia abajo, no hace falta excesiva suerte para curiosear uno de los típicos bateaux que surcan el Sena.

Ahí al lado, en el número 37 del Quaid'Orsay, se encuentra el Ministerio de Asuntos Exteriores galo. En ese sobrio edifico de tres plantas, en el salón del Reloj, hoy hace 63 años que Robert Schuman -por entonces titular de la cartera- pronunció la declaración que se considera el germen de la actual Unión Europea. La efemérides obliga a un repaso del texto que proponía aquella Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), la primera institución supranacional del viejo continente. Los pioneros pensaron que la fusión de los intereses económicos contribuiría a aumentar el nivel de vida y constituiría el primer paso hacia una Europa más unida. En aquella declaración Schuman leída casi a los pies del bello Pont Alexandre III sólo cinco años después del final de la Segunda Guerra Mundial, solidaridad, unidad o progreso destacan entre los términos subrayados al repasarla.

¿Qué queda de aquel espíritu en la Europa económica de hoy? La solidaridad ha dado paso a una clara posición dominante de los países poderosos de cada zona de influencia, que buscan intervenir en la dirección de la política económica, y específicamente monetaria, que se hace desde las instituciones pertinentes: FMI, bancos centrales o reservas federales. En el caso de la Zona Euro, los países del norte y centro -sobre todo Alemania- juegan a dos bandas con sus socios de unión monetaria del sur, tan molestos como necesarios.

En épocas de vacas gordas, cuando las inyecciones de liquidez eran habituales, estos países del sur no aprovecharon para levantar estructuras internas fuertes y eficientes que pudieran dibujar cuadros económicos sanos para afrontar estos convulsos momentos bajo parámetros de competitividad y saneamiento financiero. En vez de ir asentando esos campos fértiles, se utilizó toda esa época expansiva como sin fecha de caducidad. Se cogía todo lo que se ofrecía para hacer todo lo que se podía, lo cual no es lo mismo que lo que se pensaba, si es que se pensaba. Aquella ambición ha dejado paso -claramente en el caso de España- a la pasividad, a la inexistencia de una reflexión compartida sobre cómo reactivar de manera sólida, más allá de medidas coyunturales o ligeras, sus economías. Hasta cierto punto resulta comprensible el temor de los países del norte a este dame pan y dime tonto.

No es menos cierto que los principales acreedores, sobre todo los germanos, ponían a su disposición volúmenes ingentes de líquido motivados por el momento de optimismo desmesurado y la consiguiente expectativa de ingresos financieros excelsos. La ecuación de oferta igual a demanda dice que ambos agentes han sido activos -luego culpables- del gran endeudamiento que estos vecinos sureños han adquirido y que hoy tiene en vilo a Alemania por la posibilidad de que un crack pueda llevar a la infección a tan insigne país.

Con todo esto, nos encontramos desde hace ya un tiempo -que empieza a ser largo, eterno- con una unidad monetaria europea en entredicho por la necesidad de algunos estados en hacer algo para salir de esa iliquidez permanente; suspiran por una autonomía plena para poder operar con su moneda y así escaparse de su vigilante acreedor. Esa no puede ser la solución. La unión monetaria llevó a Europa a ser una zona altamente estable, con una moneda fuerte que se ha visto afectada no por una situación inherente a su función de divisa, sino a los efectos provocados por los diferentes gobernantes de cada Estado miembro. Europa es y será la apuesta, la referencia. Y el reto.

Mientras en EEUU y Japón, por ejemplo, se han mantenido políticas agresivas de inyección de liquidez, buscando la expansión del sistema, haciendo gala de que a más crisis más ajuste en lo no necesario y más inyección monetaria para combatir la enfermedad, en Europa las medidas en este sentido han sido un tanto dispares: inyección a cuentagotas y provocación de ajustes que pueden ser necesarios. Pero no simultanear las dos premisas anteriores puede conducir al colapso. No sólo por la carencia de crecimiento, sino por la lenta corrección de lo tratado con el ajuste y unas tasas de paro elevadísimas. Escalofriantes.

Aquí vuelve a verse la huella alemana y el miedo a no haber aprendido de lo sucedido en los países más afectados. Tres argumentos. Uno: el miedo histórico germano a la inflación. Dos: la sensación de que ante las elecciones en Alemania nadie se atreve a destacar como necesaria una apertura de grifo, por la concepción peyorativa y la escasa confianza que se tiene en los países afectados. Y tres: ante una previsible fase de inyección de liquidez que se antoja ineludible, ante el temor de los acreedores a que el crack puede estar cerca, ¿alguien cuestiona cómo debe direccionarse este caudal de recursos para que no caiga en el agujero negro de ir a ninguna parte? ¿Cómo dirigirlo para que, al menos en parte, contribuya a la búsqueda de la estructuración a corto y largo plazo que permita asentar bases para crecer de manera ordenada? Y en este escenario, Euskadik zer bide hartu behar du?