DESDE hace ya un tiempo, hay un nuevo conjunto de personas que, al parecer, conviene desprestigiar para vivir acorde al presente: los sindicalistas. La diana se colocó primero en el funcionariado, con gran éxito por cierto: basta con hacer una pequeña encuesta en la calle para comprobar qué imagen tienen los ciudadanos de los trabajadores de la administración pública. Da lo mismo que se trate de un señor que cumple su jornada laboral en el departamento de limpieza del Ayuntamiento, de una pediatra de Osakidetza o de una maestra de Educación Primaria: son unos vagos, con excepciones, y no tienen derecho a protestar porque jamás se quedarán sin trabajo. Ya expresé hace meses en este espacio mi rechazo a esta campaña que tanto ha calado en la opinión pública; somos tan permeables a las estrategias dirigidas que acabamos asumiéndolas como propias, salvo, claro está, que trabajemos en la función pública. Ahora toca escupir sobre los sindicatos porque quienes los dirigen sólo beben del dinero público y buscan únicamente el enfrentamiento y el beneficio de sus asociados. Se les reprocha no vivir en este siglo y aplicar fundamentos económicos del pasado, y ese reproche, cuyo origen está en el poder y para cuya expansión cuentan con decenas de medios de comunicación, amén de contertulios domesticados, ya corre por las venas de demasiados ciudadanos. Quien toca poder está en su derecho de intentar ennegrecer la labor sindical, qué le vamos a hacer; otra cosa es que seamos tan memos como para creerles.
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